—Quiero que me prestes dinero para
pagarme un viaje.
Y el campesino rico, que miraba al mar
sentado en una piedra, le negó su dinero. El solicitante fuese de
mal humor y contó en la ciudad que el campesino rico no era amigo de
gastar el dinero con mujeres públicas.
Soles más tarde un lisiado acercose al
campesino rico y le dijo:
—Quiero que me prestes dinero para
comprarme un remedio contra la lepra.
Y el campesino rico, que contaba muchos
años a juzgar por su barba blanca, no obstante infundir lástima el
gesto del leproso, le negó el dinero. El solicitante fuese a la
ciudad y contó que el campesino rico estaba enfermo de un mal
incurable que podría hasta los huesos.
Ese mismo día, guiado por un niño,
llegóse al campesino rico un ciego de nacimiento y le pidió dinero
para ir a Alejandría a curarse de la vista con las aguas medicinales
de un templo pagano.
Y ese mismo día el campesino rico negó
su dinero por tercera vez, y el ciego vino y contó a todos que aquél
era un sibarita.
A pesar de las sentencias y juramentos
que sobre el campesino caían a diario por su mal corazón, su
hacienda aumentó mucho en un año.
—¿Cómo es, preguntábanse todos,
que éste no ayude a los pobres y su riqueza aumenta cada día?
—¡Es que se cuida de mantener a su
lado filtros preparados por taumaturgos que saben cábalas y
abracadabras demoníacas!
Y por el estilo eran las respuestas.
Aconsejada por el leproso vino a casa
del campesino una niña, medio cuberta por una piel de oveja, suelto
el cabello y los pies descalzos, y le dijo con voz suave:
—Viejo, dime: ¿Por qué siendo rico
no ayudas a tus hermanos? A mí, sin ir más allá, debías regalarme
dinero para comprar un vestido. ¡Quiero comprarme un traje y, si me
das, unas sandalias de cuero para bailar en las fiestas de los amigos
y en las plazas al hundirse el sol!
La voz graciosa de la pequeña tocó el
alma del campesino que, como esas viejas campanas de todos
abandonadas que la curiosidad de los niños hace sonar, habló de
esta manera:
—Niña, guardo mi dinero para dárselo
al Hijo de Dios. Por aquí pasará un Nazareno: en esta grada donde
estoy sentado tendrá su paso y en esta fuente hundirá la mirada de
sus ojos tranquilos, casi azules, y posará con los suyos en mi casa.
Cuando llegue lo verás: lleva túnica
blanca, va como tú, medio desnudo, y usa sandalias toscas. Tú lo
verás: su turbante, su cara, su barba de oro partida que concluye en
dos puntas.
La línea de una nube blanca
interrumpió el diálogo entre el campesino rico y la niña pobre. La
nube pasó y el campesino dijo:
—Debe venir muy cerca, esa nube es la
señal de su llegada.
Al instante la casa se puso en
movimiento. Tapices de gran valor fueron tendidos en las escalinatas
y en los pebeteros se quemaron con lentitud esencias de perfumes
preciosos.
La pequeña fue y contó al leproso que
el campesino rico iba a dar su dinero a un desconocido que se llamaba
Jesús. El leproso, de acuerdo con los otros vagabundos, apostóse en
la salida del camino para robar al desconocido. Entre ellos había un
esclavo liberto que era fuerte como un toro.
La noticia de la llegada de Jesús se
propagó rápidamente, viéndose invadida la casa del campesino rico
por una multitud de gentes. Las barbas de los viejos fariseos rozaban
los hombros desnudos de las mujeres vendedoras de agua por los
caminos secos de Judea; los brazos de los legionarios mostraban su
musculatura romana junto a las cabelleras largas de las pecadoras, y
más de un niño seguía los movimientos de la madre, pegado al
pecho; de la madre que alargando el cuello buscaba al hijo del Señor
entre la multitud.
Jesús llegóse tímido a la casa del
gran hombre de la comarca. Timidez de ave a quien una hoja que se
quiebra llena de congoja, de oveja que lame con la lengua húmeda el
vellón de su crío; de espiga a la que un viento fuerte sacude con
frecuencia.
—¿Muchos sucesos?...
La voz de Jesús era fragancia y música
a los oídos de los que le escuchban con el corazón.
Y el campesino rico para contestar a su
pregunta enseñó su barba blanca. El único suceso de importancia en
su casa era su barba blanca.
Antes de entrar a tomar el refrigerio,
el campesino rico presentó al Maestro sus tesoros. Había monedas
para cubrir la tierra plana de sus extensiones conocidas, y piedras
preciosas y barras de oro, y telas, y esencias.
Jesús tomó las monedas con sus manos
delgadas, y, cuando caía sobre el paisaje la anaranjada tinta del
poniente, sin decir palabra hizo la repartición.
—Las he guardado, Señor, para que tú
dispongas de ellas como te plazca —murmuraba el campesino llorando
de alegría al besarle la túnica.
Los pobres se arremolinaron levantando
espesa polvareda. El leproso y los vagabundos a la noticia del
reparto acudieron también.
Y Jesús dio la espalda a los pobres,
volviéndose a los ricos allí presentes, y entre ellos repartió los
tesoros.
—Pero... los... pobres... Señor...
La voz del campesino rico casi era un
reproche.
—Los pobres no tienen necesidad —dijo
el Cristo, dándoles en seguida una santa alegría—; algo que ellos
sintieron venirles de dentro a fuera, como si en su interior manaran
saludables regueros de esperanza.
A las primeras se retiraron los ricos
muy preocupados, contando las monedas que habían recibido de aquel
misterioso para aumentar su peculio, y en toda la noche no pegaron
los ojos, no obstante estar rendidos de cansancio por el largo trecho
recorrido a pie, entre el pueblo y la casa del campesino rico.
En cambio, bajo los árboles durmieron
los pobres, en las plazas y las calles tranquilamente.
Al amanecer, los ricos volvieron a
buscar al Hijo de Dios. Les urgía devolverle el dinero del campesino
rico, y sintiéndose intranquilos con sus propios dineros, los
agregaban a la cuenta para quedarse sin fortuna.
Jesús intentó una nueva repartición,
pero ricos y pobres se negaron a recibir; querían mejor la alegría
del alma y el sueño tranquilo.
En las afueras quedaron abandonadas las
riquezas. Como las piedras de los ríos se veían las monedas de oro,
como la arena las joyas compradas en el lejano corazón de Asia, las
arenas del camino en realidad no valen menos que las piedras
preciosas a los ojos de Dios.
Por un segundo en la tempestad de los
siglos se aquietaron las almas junto a las riquezas.