domingo, 20 de agosto de 2017

La leyenda maya del eclipse, basada en una creencia popular (escrita por José Samuel Mérida)


basada en una creencia popular (escrita por José Samuel Mérida, josemerida gmail)

Hace mucho tiempo, en la selva milenaria de Guatemala, vivía un zompopo. Hormigas había muchísimas, tantas como las estrellas, pero esta era distinta. Esta alcanzaba a ver el sol.

La vida de la hormiga era simple. Salir todos los días a buscar las hojas de algún árbol y cortarlas con mucho esmero. No tienen nada más qué hacer y no lo necesitan. Las hormigas eran felices cumpliendo su rutina todos los días.

Una día la hormiga vió al sol en el cenit. Se preguntó si habría forma de llegar allá, si tal vez él podría ir allí. Quizás podía hacer algo más en la vida que cortar hojas.

Fue un sueño extraño. Toda su vida había tenido un solo propósito en mente: cortar las hojas de la selva y darles foma de media luna. Esto no era un problema, a las hormigas les encanta trepar y cortar, cortar y trepar. Pero esta hormiga quería hacer algo más.

Una tarde se puso a hablar con la guacamaya que anidaba en un árbol cercano a su hormiguero. Desde allá arriba se veía todo distinto. Tal vez ella podría enseñarle algo nuevo.

—Disculpa, guacamaya —le dijo—, ¿alguna vez has visto el sol?
—¡Por supuesto, mira mis plumas! —le respondió orgullosa— ¿A dónde crees que voy cuando alzo el vuelo?

El zompopo se sorprendió de la respuesta y dijo:
—Entonces... ¿será posible que yo también vaya allí? Ya me aburrí de cortar hojas y trepar árboles. Quiero hacer algo nuevo.

A la guacamaya le dio risa y sacudió sus plumas.

—¿Tú quieres ir al sol? ¡Imposible! ¡Tú eres una hormiga! Solo debes trepar árboles y cortar hojas. Para eso naciste.

La hormiga se entristeció al escuchar esto porque seguramente la guacamaya tenía razón. Se bajó de aquel árbol y se fue a su hormiguero. Quería pensar en esto. Era cierto que era una hormiga pero no entendía por qué no podía ir a ninguna otra parte. Entonces decidió preguntar a otras hormigas, las que siempre lo acompañaban a trepar árboles.

—Escuchen —les dijo—, lo he estado pensando y creo que quiero intentar trepar hasta el sol. Quiero ver cómo es todo desde allá arriba. Ya no quiero solo cortar hojas.

Las otras hormigas la vieron asombradas.

—¿El sol? —le preguntaron con sorpresa— ¿Cómo se te ocurre que vas a hacer eso?

Era una buena pregunta, pero nada lo iba a detener. Estaba claro que nadie lo iba a acompañar y entonces empezó solo, sin esperar el apoyo de nadie más. Si la guacamaya podía ir, él
también podía hacerlo.

Y trepó muy alto. Aquella ceiba centenaria era la más grande y más alta que jamás había imaginado. Parecía interminable, el sol salió, se ocultó y volvió a salir mientras la trepaba. Perdió la cuenta de sus pasos, debía detenerse y descansar; porque sus patas eran pequeñas y frágiles.

Finalmente llegó más alto de lo que ningún otro zompopo había logrado y alcanzó el techo de ramas y hojas verdes que cubren todo en la selva maya de Guatemala. Redobló sus esfuerzos, trepando las ramas, pasando entre las hojas... ¡y ahí estaba! Más grande y radiante de lo que lo había soñado: el sol —sentado sobre la ceiba a medio día— iluminándolo como nunca antes lo había hecho. Se quedó inmóvil por un instante, incrédulo. Y luego lo trepó.

No pudo evitar hincarle sus mandíbulas al sol y cortarle un pedacito, porque para eso había nacido.

Más abajo, la guacamaya, que en realidad nunca había llegado hasta el sol, veía confundida el suelo. La luz era otra. Había algo extraño... «El sol siempre brilla entre las hojas de los árboles, pero hoy es distinto. Hoy no son solo rayos de luz», pensó.

Aquel día el sol parecía luna. Luz de uñitas de media luna cubrían el suelo.

Así ocurrió el primer eclipse, cuando el zompopo Chay-Sanic mordió a Knich-Ajau, el sol. La hormiga se quedó en el cielo convertida en el lucero de la mañana acompañando al sol en el alba. Y de vez en cuando, para sorpresa de todos, repite aquella hazaña y se acerca a cortarle un pedacito al sol.

Guatemala, 2017.