Hace más de 100 años, mientras las estrellas giraban en el cielo, mientras la tierra giraba alrededor del sol, mientras los vientos de marzo soplaban sobre una pequeña ciudad cerca del río, nació un bebé. Sus padres lo llamaron Albert.
Albert cumplió un año. Y no decía ni una palabra.
Albert cumplió dos años. Y no decía ni una palabra.
Albert cumplió tres años. Y apenas decía algunas palabras.
El niño solo miraba a su alrededor con sus grandes ojos curiosos. Observaba e imaginaba. Observaba e imaginaba.
Sus padres se preocuparon. El pequeño Albert era muy diferente, ¿tenía algún problema? Pero él era su bebé, así que lo amaban... sin importar nada.
Un día, cuando Albert estaba enfermo en cama, su padre le obsequió una brújula – un objeto circular con una aguja magnética adentro. No importaba a dónde Albert moviera la brújula, la brújula siempre señalaba al norte, como si la sostuviera una mano imaginaria. Albert estaba tan impresionado que su cuerpo temblaba.
De repente supo que había misterios en el mundo – ocultos y en secreto, desconocidos y nunca antes vistos.
Él quería, más que cualquier otra cosa, entender esos misterios.
Albert empezó a hacer preguntas. Preguntas en su casa. Preguntas en su escuela. Tantas preguntas que algunos de sus maestros le dijeron que estaba interrumpiendo mucho la clase. Le decían que nunca lograría nada a menos que aprendiera a comportarse como todos los demás alumnos.
Pero Albert no quería ser como los demás alumnos. Él quería descubrir los misterios ocultos del mundo.
Un día, mientras Albert paseaba por el campo en su bicicleta, observó los rayos del sol que llegaban rápido desde el sol hasta la tierra. Se preguntó cómo sería montarse en uno de esos rayos. Y en su mente, en ese preciso momento y lugar, Albert ya no paseaba en su bicicleta, ni por el campo... paseaba por el espacio montado en un rayo de luz. Fue el pensamiento más grande, más emocionante, que Albert había tenido. Y llenó su mente de preguntas.
Albert empezó a leer y estudiar.
Leía sobre la luz y el sonido. Sobre el calor y el magnetismo. Y sobre la gravedad, la fuerza invisible que nos jala hacia abajo hacia nuestro planeta e impide que la luna se vaya flotando en el espacio.
Y estudiaba los números. A Albert le encantaban los números.
Eran como un lenguaje secreto para descubrir las cosas. Pero toda esa lectura no respondía todas las preguntas de Albert. Así que seguía leyendo. Preguntándose. Y aprendiendo.
Cuando Albert se graduó de la universidad quería enseñar las asignaturas que amaba – todas las cosas que había aprendido todos esos años.
Pero Albert no pudo encontrar trabajo como profesor.
Así que consiguió otro trabajo.
Un trabajo sencillo y discreto en una oficina del gobierno. Una oficina en la que trabajaba con los ideas e inventos de otras personas. Hacía su trabajo muy bien y muy rápido... tan rápido que tenía mucho tiempo extra para pensar y hacerse preguntas.
Albert observó un cubo de azúcar disolverse en su té caliente.
¿Cómo podía ocurrir esto?
Veía al humo de su pipa dar giros y desaparecer en el aire.
¿Cómo podía una cosa desaparecer en otra?
Luego empezó a averiguarlo. Pensó en la idea de que todo está hecho de pedacitos muy pequeños de materia – muy pequeños para verlos – pedacitos llamados “átomos”. Algunas personas no creían que los átomos existieran, pero Albert con su idea ayudó a demostrar que todo en el mundo está hecho de átomos... hasta el azúcar y el té, hasta el humo y el aire. Hasta Albert y tú.
Después Albert pensó en el movimiento.
Se dio cuenta de que todo está siempre moviéndose.
Se mueve por el espacio y se mueve por el tiempo. Hasta cuando estamos dormidos nos estamos moviendo, mientras nuestro planeta gira alrededor del sol, y nuestras vidas viajan hacia el futuro. Albert vió al tiempo y el espacio como nadie antes los había visto.
Albert escribió sus ideas, las metió en sobres y las envió a revistas científicas. Las revistas publicaban todo lo que Albert les mandaba. Esperaba que los científicos y profesores se interesaran. Y vaya que lo estaban, ¡estaban muy interesados!
Le pidieron a Albert que viniera a trabajar con ellos y enseñar con ellos.
Por primera vez en su vida, las personas comenzaron a decir, “¡Albert es un genio!” Ahora Albert podía pasar todos los días haciendo lo que amaba – imaginar, preguntar, averiguar y pensar.
Albert pensó en cosas muy, muy, grandes.
Como el tamaño y la forma de todo el universo.
Y pensó en cosas muy, muy, pequeñas.
Como lo que sucede dentro de los átomos de lo que todo está hecho.
Pensó en las fuerzas misteriosas, como el magnetismo y la gravedad.
Descubrió nuevas maneras de comprender cómo funcionan todas estas cosas.
A todo lugar al que fuera Albert se ponía a pensar y averiguar. Uno de los lugares favoritos de Albert para irse a pensar era su pequeño velero. Le gustaba dejar a su mente hacer preguntas mientras el viento los movía sobre el agua.
A veces, cuando a Albert se le complicaba un problema interesante, lo dejaba de lado y se ponía a tocar su violín.
La música alegraba a Albert. Decía que le ayudaba a pensar mejor.
Albert también elegía su ropa para pensar mejor.
Su ropa favorita eran sus suéteres y pantalones flojos, viejos y cómodos. Y zapatos sin calcetines. Decía que ahora que era mayor, ya nadie podía ordenarle que se pusiera sus calcetines.
En el pueblo donde vivía se le conocía por salir a caminar mientras pensaba con mucha concentración. A veces comiéndose un helado. Siempre lo reconocían por su largo pelo despeinado, que ya se le había puesto muy blanco.
A todos los lugares a los que Albert iba, trataba de comprender los secretos del universo. Y nunca se olvidó del rayo de luz al que se montó hace tanto tiempo en su imaginación.
Albert comprendió que nada ni nadie podía viajar por el espacio tan rápido como un rayo de luz.
Pensó que si podía viajar casi a la velocidad de la luz, ¡ocurrirían cosas muy locas! Solo minutos pasarían para Albert, ¡pero pasarían años y años para el resto de nosotros!
Esta idea era tan asombrosa que la gente al principio no le creía, pero los científicos en la actualidad han probado que es verdad.
Albert pensó y averiguó cosas hasta el último minuto del último día de su vida.
Hizo preguntas que nunca se habían hecho.
Encontró respuestas que nunca se habían encontrado.
Y tuvo ideas que nunca antes se habían tenido.
Las ideas de Albert ayudaron a construir naves espaciales y satélites que viajan a la luna y más lejos. Sus ideas nos ayudan a comprender nuestro universo como nadie lo ha había hecho antes.
Pero Albert nos dejó muchas preguntas.
Preguntas que los científicos todavía tratan de resolver actualmente.
Preguntas que algún día tú podrías responder...
Si te pones a pensar, imaginar y averiguar.