
por JOSÉ SAMUEL MÉRIDA
En algún rincón polvoriento del desierto, donde la física parece jugar bromas crueles, vive uno de los personajes más entrañables de la cultura popular: El Coyote.
Cada día, este coyote de firme mirada persigue al escurridizo Correcaminos. Cada día fracasa. No importa cuántos aparatos de la marca ACME compre, ni cuántos planes sofisticados elabore: el resultado es siempre el mismo. Un precipicio. Una explosión. Una nube de polvo y otro "mip mip" a la distancia.
Y sin embargo, ahí sigue.
¿Puede haber algo más humano que eso?
El Coyote no solo es un personaje de caricatura: es una metáfora viviente de lo que somos. De nuestra insistencia para seguir adelante a pesar de los fracasos. De nuestra capacidad de imaginar, crear y volver a intentarlo, aunque el mundo parezca estar diseñado para hacernos fracasar.
El Coyote es, en cierto modo, nuestro Sísifo moderno. Como en el mito griego, donde un hombre empuja eternamente una piedra montaña arriba, nuestro Coyote convierte el "absurdo" en una forma de libertad. Albert Camus, el filósofo del "absurdo", decía que, al aceptar que la vida no tiene un rumbo específico, podemos encontrar belleza en el simple acto de seguir luchando.
¿Es el Coyote un tonto por intentarlo una y otra vez? ¿O es un héroe por no rendirse jamás?
El Correcaminos, por su parte, no es malvado. No se burla (bueno, tal vez un poquito). Solamente corre. Corre porque puede, porque está hecho para moverse. Y en esa carrera sin fin se convierte en algo más: en el símbolo de todo aquello que deseamos alcanzar, la felicidad perfecta, el éxito total, el "algún día" que siempre parece escaparse.
Quizá no se trata de alcanzarlo. Quizá la verdadera magia está cabalmente en el intento.
Y así seguimos nosotros: haciendo planes, soñando, intentando. Aunque la vida nos sorprenda con giros inesperados, aunque la meta parezca inalcanzable, no dejamos de correr. No dejamos de soñar.
Por eso, cada vez que vemos al Coyote levantarse del polvo, sacudirse las heridas y volver a planificar su próximo intento, no solo nos reímos. Nos reconocemos.
Porque, en el fondo, todos somos el Coyote.