viernes, 14 de abril de 2017

RESUMEN de la novela BEN-HUR de Lew Wallace

La novela de Lew Wallace ubica la historia de Judá Ben-Hur, un pudiente principe judío injustamente condenado a la esclavitud y despojado de su herencia, en los tiempos del nacimiento, ministerio y crucifixión de Cristo. Amargado por la traición de Mesala, su amigo romano, y molesto por lo que percibe como la arrogancia de Roma, Ben-Hur se va dando cuenta de que el reino ofrecido por Jesús, el Mesías obrador de milagros, es espiritual y no político.

La novela inicia con la reunión de los Tres Reyes Magos.  En el año romano 747, tres viajeros — un ateniense, un hindú y un egipcio — se encuentran en el desierto a donde han llegado guiados por una nueva estrella que brilla fuerte en el cielo. Gaspar, el griego, ha concluido a través del estudio y los filósofos de su país que cada ser humano tiene un alma inmortal y que hay un Dios. Melchor, el hindú, es movido a compasión por amor a los desposeídos. Baltasar, el egipcio, hace buenas obras. Luego de contarse sus historias, continúan su viaje buscando al recién nacido Rey de los Judíos. La experiencia espiritual de cada uno los lleva a Belén, a la cueva donde nació Jesús.

En Jerusalén, su búsqueda causa curiosidad al Rey Herodes, que ordena que los lleven con él. Herodes les pide que le avisen si encuentran al niño, porque el también desea adorar al niño cuyo nacimiento ha sido anunciado. Al llegar a Belén los tres hombres encuentran al niño en un establo. Pero habiendo sido advertidos en sueños de las malas intenciones de Herodes no regresan a contarle la ubicación del bebé.

El tiempo se adelanta veintiún años. En ese tiempo vivían en Jerusalén tres miembros de una familia judía antigua y renombrada llamada Hur. El padre, que había muerto hace tiempo, se había distinguido por su servicio al Imperio Romano y en consecuencia había recibido muchos honores. El hijo, Ben-Hur, es bien parecido, y la hija, Tirsa, también es hermosa. Su madre es una nacionalista ferviente que les ha cultivado en sus mentes un fuerte sentido de orgullo en su raza y cultura. Ben-Hur se encuentra con Mesala, su amigo de la infancia, luego de que este pasara cinco años estudiando en Roma en los que empezó a perder respeto por los dioses y la religión. Mesala se había puesto arrogante, malvado y cruel. Ben-Hur se retiró triste de la casa de Mesala luego de su reunión al ver que Mesala había cambiado y no valía la pena seguir siendo amigos.

Lastimado y molesto por el cinismo pragmático de Mesala, Ben-Hur regresa a la mansión de la familia, donde su madre trata de animarlo hablándole de la historia y logros judíos. Sin embargo, la bondadosa familia Hur — madre, hijo, hermana Tirsa y Amrah la sirvienta — es destruida cuando Ben-Hur, observando el desfile del gobernador romano de Judea, accidentalmente zafa una teja que golpea al romano y lo bota del caballo. Mesala señala a Ben-Hur de intentar matar al gobernador. Encabezados por Mesala, que entregó a su antiguo amigo a los solados, los romanos arrestaron a la familia Hur y les confiscaron sus bienes. Condenado a las galeras es llevado al puerto por un batallón de soldados romanos. En una pequeña aldea llamada Nazaret, el exhausto prisionero recibe agua del hijo de un carpintero del lugar, Ben-Hur nunca olvidará su rostro amable.

Lo asignan a remar en la nave de Quinto Arios, el romano a cargo de acabar con los piratas que navegan el este del Mediterráneo. Un día, mientras remaba en su lugar habitual en la galera, Ben-Hur llama la atención de Quinto Arios, un oficial romano. Quinto se da cuenta de la juventud y carisma de Ben-Hur y decide concerlo más. Ordena que el joven judío no sea encadenado a su remo antes de enfrenar a los piratas, facilitando así que Ben-Hur le salve la vida cuando la galera es embestida. En gratitud, Quinto adopta a Ben-Hur y lo hace su heredero.

Instruido como un ciudadano romano, Ben-Hur hereda la riqueza de su padre adoptivo cuando Quinto muere. Acomodado y libre, Ben-Hur visita la decadente ciudad de Antioquía, donde encuentra a Simonides, un antiguo trabajador de su padre que se ha vuelto un comerciante inmensamente rico, utilizando dinero de la familia Hur que los romanos no pudieron encontrar y confiscar. Efectivamente, la riqueza de Simonides es en realidad la de la familia Hur, porque ha estado actuando como repreentante de su fallecido amo. Simonides se asegura de que Ben-Hur de verdad sea el hijo de su antiguo amo y le ruega poder servirle a él también. Ben-Hur se enamora de la hija de Simonides, Ester.

Acompañado de uno de los sirvientes de Simonides, Ben-Hur va a buscar un pozo famoso a las afueras de Antioquía. Ahí encuentra a un anciano egipcio que le está dando de beber a su camello, en el que va sentada la mujer más hermosa que Ben-Hur ha visto. También encuentra a Mesala, que competirá en la carrera de cuadrigas, el evento principal de los juegos de Antioquía. Mientras observa, una cuadriga se desboca hacia la gente que está por el pozo. Ben-Hur toma al caballo principal por el freno y jala la carroza a un lado. El cuadriguero es su mal amigo, Mesala. El viejo egipcio es Baltazar, uno de los magos de oriente que habían viajado a Belén. La hermosa mujer era su hija, Iras. Ben-Hur es reclutado por el jeque Ilderim, un líder nómada del desierto y dueño de unos espléndidos purasangre, como su cuadriguero. Ben-Hur decide dar una lección a Mesala venciéndolo públicamente y haciéndolo perder toda su fortuna en la carrera. Pide a Simonides y su amigos que apuesten en grande en la carrera, hasta que Mesala haya apostado toda su fortuna.

Llega el día de la carrera. En la vuelta, Mesala golpea de repente con su látigo los caballos de la carroza de Ben-Hur. Ben-Hur consigue mantener bajo control a sus caballos y luego en la última vuelta pone su carroza tan cerca de la de Mesala que se traban las ruedas. Mesala choca su carroza. Mesala cae bajo los caballos y queda lisiado de por vida. Como Mesala intentó hacer trampa al principio, los jueces le dan la victoria a Ben-Hur. Mesala queda arruinado, sobrevive, pero se ha quebrado la columna y no tiene ni un centavo. Ben-Hur ha logrado la venganza que tanto anheló, pero aún no sabe qué fue de su madre y su hermana, que fueron arrestadas luego de que la teja golpeara al gobernador romano.

La historia ahora pasa a Jerusalén. Recientemente Poncio Pilato ha sido nombrado procurador y ordenó la inspección de todas las prisiones y sus prisioneros. Luego del arresto de Ben-Hur, su madre y hermana fueron puestas en prisión, y Mesala y el procurador confiscaron y se repartieron los bienes entre sí. Mesala no supo ya nada de las dos mujeres después de que el procuraron ordenara su encarcelamiento en un calabozo subterránero. Descubren que un calabozo especial en la Fortaleza Antonia tiene dos leprosas en muy mal estado, madre e hija, las cuales son liberadas. La madre de Ben-Hur y Tirsa visitan su antigua casa y ven a su hijo y hermano recién llegado que duerme en las gradas. Temerosas de infectarlo, se van desconsoladas de ahí. No tenían a dónde ir más que a las cuevas a las afueras de la ciudad donde los leprosos van a morir. Amrah, su antigua sirvienta, se entera de que viven y de su condición y les lleva agua y comida todos los días. La antigua sirvienta las encontró y les llevaba comida a diario, bajo el juramento de nunca revelar sus nombres. Cuando Ben-Hur se encuentra con la antigua sirvienta, ella le hace creer que su madre y hermana murieron. Mientras tanto, Simonides, en representación de Ben-Hur, compra la casa de Hur. El, Ester, Bltazar e Iras se instalan en la casa. Ben-Hur solo puede visitarlos de noche y en secreto.

Las aventuras de Ben-Hur acontecen en un pueblo derrotado, que resiente ferozmente el dominio extranjero y añora un Mesías que los libere. De Baltasar, Ben-Hur se entera de que el Rey de los Judíos al que el Egipcio y sus acompañantes visitaron años atrás no es un rey político, sino uno espiritual. Simonides, sin embargo, convence a Ben-Hur de que el prometido rey liberará verdaderamente a los judíos con una victoria sobre los romanos. Ben-Hur en un principio apoya la esta interpretación y en secreto entrena legiones de galileos para apoyar al rey de los Judíos cuando aparezca. Sin embargo, en Betania un hombre extraño vestido en pieles de camello, presenta a un joven delgado y simpático como el Cordero de Dios. Un día pasa cerca del lugar de los leprosos por un monte más allá de las puertas de la ciudad. En el camino encuentra a un muchacho al que reconoce fue el que le hace años le dio agua para beber cuando lo llevaban de esclavo. El muchacho es el Nazareno y decide seguirlo y conocerlo. Después le cuenta a Simónides y a Baltazar los milagros que vió, incluyendo la sanación de leprosos. Escuchando esto, la devota Amrah lleva a su antigua patrona y a Tirsa a Jesús cuando este entra triunfalmente a Jerusalén. Al ver la fe de la madre, las sana y Ben-Hur ve a las dos leprosas transformadas en su madre y hermana.

Todavía esperando una rebelión militar, Ben-Hur sigue los pasos del Nazareno. Presencia la traición en el Getsemaní y luego la crucifixión. La actitud de Ben-Hur hacia el Rey de los Judíos va cambiando paulatinamente. Cuando presencia la crucifixión, en compañía de Simonides y el viejo Baltasar, todas sus dudas quedan resueltas. Las palabras que Jesús le dice al ladrón arrepentido — “Verdaderamente te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso” — finalmente le permiten ver la verdadera naturaleza de Cristo. Se convence de que el reino del Cristo es uno espiritual. Desde ese día, él y su familia son cristianos.

Algunos años después, en el hermoso pueblo de Miseno, la esposa de Ben-Hur, Ester, recibe la extraña visita de Iras, la hija de Baltasar. Iras le cuenta a Ester que mató a Mesala por el daño que le causó. Cuando Ben-Hur se entera de su visita, se da cuenta de que el día de la crucifixión, el día que Baltasar también murió, Iras se había ido con Mesala.

Ben-Hur lleva su fortuna a Roma donde vive feliz con Ester y sus dos hijos. El y Simonides dedican sus fortunas a la causa de Cristo. Cuando Nerón inicia la persecusión de los cristianos en Roma, es Ben-Hur el que construye las catacumbas debajo de la ciudad, para que los que creen en el Nazareno puedan adorarlo en un lugar seguro y en paz. Es decir, es clave para la sobrevivencia del cristianismo y su eventual triunfo.

 

SEMANA SANTA — La Edad de Cristo


Es razonable pensar que si Jesús de Nazaret “comenzó su ministerio” cuando tenía “unos 30 años de edad” (Lucas 3:23) y tuvo un ministerio de tres años (Juan menciona por lo menos tres pascuas), entonces tenía 33 años al momento de su muerte. Sin embargo, una lectura más minuciosa del texto nos muestra otros detalles. Jesús nació antes de que Herodes el Grande decretara la ejecución de “todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores” (Mateo 2:16) y antes de que Herodes muriera en el año 4 a.C. Si Jesús nació en el 5 ó 6 a.C., y si recordamos que el año 0 entre a.C. y d.C no se cuenta, entonces Jesús habría tenido 37 ó 38 años cuando murió en el 33 d.C. Sabemos que la Semana Santa ocurrió en el año 33 d.C. porque Juan el Bautista inició su ministerio en el año 29 d.C. (Lucas 3:1) y Jesús celebró cuatro pascuas posteriormente (Juan 2:13, 5:1, 6:4 y 11:55). La pascua judía del año 33 d.C. ocurrió el 3 de abril, dia viernes previo al día de reposo, fecha en la que además hubo eclipse de luna. Aún si hubiera muerto en el año 30 d.C., como también se ha dicho, habría tenido 34 ó 35 años al momento de su muerte y no 33 como generalmente se afirma.

miércoles, 5 de abril de 2017

Miguel Ángel Asturias / Maladrón


Al final del verano, entre la tempestad de hojas secas que el viento del Norte arrebata, muele contra las piedras y reduce a polvo, hojarasca con todos los movimientos del alacrán que se quema, cada hoja sedienta se enrolla sobre el pedúnculo para pincharse y morir; al final del verano, entre la pavesa del sol y la tostadura de la helada, campos y montes marchitos devorándose en la perspectiva de ocres, jaldes, amarillos, parduzcos; al final del verano sólo queda verde la gran cordillera flotante como nube sembrada de aéreos pinos, cipreses voladores y cumbres de cuya celsitud no dan cuenta nieves eternas, que si al Sur, de los nevados andinos baja el deshielo en cascadas de agua fúlgida y celeste espuma, aquí la nevada de esmeraldas se derrite en primavera de verdor inapagable, verdor de bosques, verdor de pájaros augures, verdor de sabandijas, verdor de aguas y verdor de piedras.

La cordillera de los Andes Verdes, hay para envejecer sin recorrerla toda, confina con regiones cavadas por ríos subterráneos en cuevas retumbantes, volcanes de respiración de azufre, colinas tibias en las que habitan parte del año, huyendo de los vientos que enfrían los pulmones, las familias de los Señores, y a través de leguas y leguas de llanura, colinda con los pueblos nutricios que dan cosechas de tierra fría y tierra caliente en la boca de la costa, y más allá de nieblas y anegadizos, con el mundo sin tiempo del lacandón y el mono, y en alguna parte con la misteriosa Xelajú, chopo y silencio desde la muerte del Guerrero Amontonador de Plumas Verdes, en la batalla de la sangre que se heló sobre los pedregales escarchados, para correr, en calentando el sol, por arroyos de rubíes como si sangrara todo el suelo herido.

Sangra todo el suelo herido. Hombres ocultos en caparazones de tortuga, tortugas con cara humana, y otros aún más extraños a horcajadas sobre venados monstruosos, clinudos, sin cuernos, colilargos, combaten con tigres, águilas, pumas, coyotes, serpientes, que también son hombres. Batalla de estampa. Lámina de códice. Choque de dioses, mitos y sabidurías. Quelonios gigantes cubiertos de cruces de Santiago, cruces de empuñaduras de espadas, cruces de escapularios, cruces de palosanto, enfrentan el remolino de cueros tronadores que cubren a los hombres-tigres-pumas-águilas-coyotes-serpientes. Pero el combate ritual cesa de pronto, la ceremonia se torna escaramuza, la escaramuza arrebato y el olor de la sangre caliente, bermellón en chorro apresurado sobre las carnes vulnerables de los que combaten desnudos, precipita la batalla. Ciegos, enloquecidos, feroces, luchan en un cuerpo a cuerpo, sin retroceder ni avanzar, entre el polvo, los escudos, las rodelas, los penachos, la tempestad mágica de los arco-iris de plumas, el lloro animal de las piedras al despegarse de las hondas de pita, las chispas de los arcabuces, las varas tostadas, las espadas de dos y cuatro filos, los tambores, los caracoles, los atabales, los gritos de los que trenzados en aquel cuerpo a cuerpo, ni retroceden ni avanzan. Manos, cabezas, brazos, piernas, al cercén de filos tajantes o machacados con macanas de espejo. Rematar allí mismo. Acabar allí mismo. Dedos, uñas, dientes, plumerías, cadáveres, aceros, sol granizo, cielo profundo, desierto de sal azul. La sangre huye de los muertos helados. Huye caliente y va enfriándose afuera, sobre la escarcha, la yerba, la arenisca de las faldas de los volcanes imantados hacia lo alto, pero ya la calentará de nuevo el sol y se pondrá en marcha por el río.

La Cordillera de los Andes Verdes, cerros azules perdidos en las nubes, va desde el silencio de aquel campo de quetzales muertos en batalla, hasta las cumbres de la tierra antigua de la tierra, los Cuchumatanes, entre la parla de los cazadores y el silbido de los llama-las-lluvias; entre el asalto de la tribu flechera, vegetariana y caminante y las siembras y resiembras de lo bello, flores sean dichas, de lo dulce, frutas sean dichas, dicha sea todo: el cultivo de los cereales y las artesanías de hilo, maderas pintadas, utensilios de barro, instrumentos musicales y jícaras dormidas en nije. La primera tierra que descubre el navegante, desde la Mar del Sur, es ésta. La contempla extasiado. Es la nube terrenal en que nace el maíz. El primer grano de maíz que hubo en la tierra. El puma rosado se refugia en sus colinas antes de bajar el tiempo del cielo. Tempestades blancas. Rebaños de témpanos de hielo. Costas y majestad de mar cubierto por glaciares. Espumas salobres y borrascas de látigos de nieve, antes de bajar el tiempo del cielo al fruto, edad del árbol, del cielo al trino, edad del pájaro, del cielo a la palabra, edad del hombre. Libertad del primer pino. Saca los brazos de la ventisca, verdinegro nocturno, lunar, seguido de otro, y otro, y otro pino. Pinos y cipreses van a la par por los repechos, se dan las ramas para apoyarse unos a otros al saltar por los barrancos, forman grupos en las colinas, se reparten en las mesetas, se apretujan en las barrancas, se separan en las quebradas y en fila india trepan hacia las cimas y se detienen a contemplar, desde lo más alto de los Andes Verdes, bajo el cielo añil profundo, los volcanes enpenachados de humo, la plata jabonosa de los ríos y los lagos de níqueles brillantes.

Caibilbalán, Mam de los Mam, sale de la noche agujereada de luceros e inicia, al lucir el alba, acompañado de sabios y nahuales que visten nubes de algodón, la ceremonia de la llamada del invierno. Lleva en la mano diestra el silencio y en la otra el ruido torrencial del aguacero. Por un filo de piedra corre a lo largo de una de las más altas peñas de las ciudades abismales, se desliza, sin parpadear, sin respirar, sin habla, y se aproxima a un peñascal que tiene la forma de una inmensa oreja colgada en el vacío. El tiempo de juntar los labios entre el cielo y y emitir un silbido que remata el monosílabo ¡chac!...

¡Chac, chac, chac!... repite el eco en la gran oreja de metales tempestuosos, mientras regresa el silbido en forma de hilo de agua, cristal culebreante que corre a despertar a los llama-las-lluvias, pajarillos que entre silbo y lloro reclaman con sus trinos la venida del invierno.

—¡Agua reptil de Caíbilbalán, Mam de los Mam —saludan los sabios y nahuales—, agua celeste, agua de los doce cielos, agua que cansada de correr se junta con los grandes ríos y ciega a los peces incógnitos para facilitar su pesca con flechas de punta de piedra!

—¡Chac, chac, chac ..! —repiten los Ancianos. Lenguas Supremas de las tribus.

—¡Agua reptil de Caibilbalán, Mam de los Mam —saludan los del séquito privado, los que guardan las puertas, los que guardan las gradas de las mansiones y los templos—, agua que entre los pinos suena a cascabel, agua que encierra a los pájaros de garganta musical o plumaje precioso, en jaulas de hilitos de lluvia!

¡Chac... chac... chac ...! corean los Alarifes Alados, constructores, ornamentadores, dueños de la greca y el número.

—¡Agua reptil de Caibilbalán, Mam de los Mam —saludan los capitanes— tras fisguear sobre la tierra, corre subterránea humedeciendo raíces que alimentan sustentos de vida y embriaguez!

Un Agorero se adelanta al oleaje de sus palpitaciones, de su respiración, de su ser dejando de ser siempre, abre un libro trenzudo de hojas de tabaco, en las que salpicaduras frutales regaron escritura misteriosa, y lee:

—¡Agua reptil de Caibilbalán! ¡Agua de disolver universos! El espinillo, sin hojas, castigado y oculto, asiste al encuentro de todos los colores con el color del alba. Los pájaros sin ojos oyen el paso del silbido acuático que corre hacia el mar, sin hacer caso de la arena que le anuncia el peligro, blanca, silábica y antigua. Grandes piedras, rostros quietos a la entrada de las cavernas solitarias, donde los helechos improvisan, para pasar la eternidad, tertulia de esmeraldas, ¿a quién pertenece el agua perdida bajo la tierra, navegación de astros y lunas, antes del equinoccio invernal? ¡Agua de los días ahumados! ¡Agua de las nubes que lloran con el vientre! ¡Agua! ¡Agua!...

Todos callan, cómo explicar lo que nunca sucedió en la mesa de las esmeraldas. Jamás dejó de acudir el agua de los doce cielos al llamado de Caibilbalán que ahora silba siete veces como serpiente, nueve veces silba como danta, trece veces silba como pájaro nocturno, sin conseguir una sola gota de agua.

Ligeros como ardillas trepan a los pinos más altos, los oteadores de horizontes. Las pupilas agujosas al Norte, al Sur, al Este y al Oeste. Ningún humo de guerra. Nubes. Nubes.

Piedras agujereadas llevan mensajes para la gente de la costa. Se echan a rodar desde las cumbres por ramblas preparadas estas piedras-correos de Caibilbalán. Apresuradamente, una tras otra. Y a la sombra de cocoteros y palmeras se leen sus preguntas escritas sobre cortezas vegetales. Dibujos trazados con uña de conejo dejan ver la figura del Mam de los Mam, Señor de los Andes Verdes, el silbido como una voluta saliendo de sus labios y seca la oreja de la peña.

No hay tiempo para la respuesta de los agoreros de la costa. Los teules, sin fuegos de guerra, avanzan cautelosos sobre los Andes Verdes. Todo un ejército, ochenta infantes y cuarenta de caballería, propiamente teules, españoles, y dos mil indios guerreros, fuera de los cargadores que conducen a lomo las municiones y el fardaje, de los gastadores que abren brecha con hachas y machetes, y de los lenguas que sirven de intérpretes, consejeros y brújulas.

Mal cálculo hicieron los teules ojos zarcos, pelo rubio, pellejo blanco—, se les adelantó el invierno. Los primeros aguaceros paralizan su avance. Los golpea el agua que no ven, cegados por la neblina, los golpea el agua que no oyen, ensordecidos por la altura, los golpea el agua que no sienten de tanto lloverles encima. Combaten contra un ejército de cristal armado del rayo, el relámpago y el trueno, árboles que caen, piedras rodantes, centellas y serpientes de fuego. Una mano huesuda, manga de armadura saca cruces del aire y se las pega en la cara. Otra mano huesuda, manga de sayal, saca cruces del aire y se las pega en la cara. Guerra de religión, no. Guerra de magias.