miércoles, 8 de abril de 2015

SACRILEGIO DEL MIÉRCOLES SANTO

por MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS, abril 1925


Esta historia principia en el siglo XX. Sus personajes son del siglo XVII. Y sucede en el siglo XVII.

En la plaza de la Sorbona se reúnen tres caballeros: uno, alto, flaco; los otros dos, bajos y gordos. El alto lleva guantes negros. Los gordos llevan guantes blancos. Los tres ven el sol que nace. ¿Quiénes son?... ¿Cómo se llaman?... ¿Adónde van?... Son tres hombres. Siempre ha sido bastante saber que son tres hombres. Sus nombres nada significan. José o David, pueden llamarse. Y van sin rumbo fijo.

Reunidos consúltanse en voz baja, tan baja que ni de cerca se oye lo que dicen. Para resolver el destino de un viaje sin rumbo, uno de los bajos, el más gordo, descalzándose el guante, jugará la baraja. La suerte dirá su palabra y será lo que la suerte quiera, sin un vaya más ni un vaya menos. Bajo la mirada de Comte, ojo que busca en la materia la explicación del Universo, se juegan las barajas. Oros... espadas... copas... bastos... La suerte tiembla, temerosa de ser, entre los dedos de la mano de Dios. Oros... espadas... copas... bastos... Es miércoles santo. Los oros recuerdan el alma de Judas. Las espadas, el corazón de María Madre. Las copas, el cáliz de la amargura. Los bastos, el árbol de la cruz. Van cayendo las barajas: pasan oros... pasan bastos... pasan copas... La última carta es una sota. La sota dice una palabra cabalística. Por ella los tres caballeros se dirigen a la ciudad de Orleáns.

Antes de marcharse abren sus maletas de viaje: el alto, flaco, lleva el libro de la «Imitación de Cristo» y un trato de magia. Uno de los bajos, el más gordo, siete navajas de rasurar, y el otro, en su maleta vacía, la sota que dijo la última palabra. Para distinguirles en adelante les llamaremos: al primero, el Príncipe ―ya se sabrá por qué―; al segundo, Navajas, y al tercero, la Sota.

Vanse, pues, los tres caballeros por tierras de Francia, dejando a espaldas campos sembrados, casitas blancas y ríos de luenga trenza azul. En este retazo de sol, la campiña sin florecer, sonríe. En este otro más verde, verde viejo, medita. La campiña de Francia es a veces alegre como una niña y a veces dusta como una abuela. De largo en largo encuentrábanse pueblecitos vestidos de parras, con fuentes sin desasosiego. Están inmóviles los molinos de viento. Acuden al camino gentes que se despiden con devoción: clérigos, corsarios y soldados. El correo del Rey pasa corriendo. Va a casa de la Reina. Por las eras cruzan bueyes y caballos gigantescos al cuidado de hombres rubios. Su andar contado contrasta con el vuelo de las aves y el pensamiento de los hombres. La luz del mediodía cae perpendicularmente. Los árboles se detienen, se juntan, se paran. Al paso de las caballerías, los árboles son móviles: pasean, se persiguen, se arremolinan, se paran...

Los tres caballeros están llegando. Navajas se adelanta a la puerta de la posada, mientras el Príncipe otea el horizonte y la Sota medita. Orleáns tiemba todavía cuando hace noche oscura, recordando a Atila detenido en las puertas de la ciudad por San Aignan. ¡Calles del gran recuerdo, por donde quizá pasa en los mismos momentos de este cuento, Juana de Arco...!

Una mujer sale y franquea la puerta a los tres caballeros. Después les sirve la cena. En la mesa en que han cenado hay cuatro personas. Reconocemos al Príncipe y a sus acompañantes y no presentamos al cuarto. Es un abad. Vino de España y en París se hizo malo y descreído, emancipándose en el secreto de su corazón la tutela templar del Papa Blanco. Es delgado como un fideo, tiene la tez amarilla y la pelambre coloradezca. La sobremesa les encuentra callados. El abad, ofreciendo cigarrillos, les hace soltar la lengua.

―Mi vicio―dice el Príncipe rechazando cortésmente el cigarrillo―, ya que de hacerme pecar contra la continencia trata el señor abad, debo advertir que no es de los menores: de haber nacido ángel, me habría rebelado contra Dios, antes que Satanás.

―El mío―habla Navajas, aceptando el cigarrillo de la petaca olorosa del abad―es la pereza.

―Y el mío―agrega la Sota a su turno―es el mayor: de haber sido Papa, habría superado a Alejandro IV, y de haber sido Rey, a Enrique VIII.

El abad sonreía, negando con la cabeza tan peregrinas afirmaciones.

―¿Y de dónde sois vosotros?―les dijo para dar otro rumbo a la conversación―si es que puede saberse...

Los tres respondieron a una voz:

―¡De América!

―Y de América―agregó el abad―, ¿todos sois orgullosos?

―¡Todos!―repuso el Príncipe.

―¿Y todos sois perezosos?

―¡Todos!―repuso Navajas.

―¿Y todos sois lujuriosos?

―¡Todos!― repuso la Sota.

El abad volvió a su sonrisa, entornando los ojos hacia una América de hombres soberbios, perezosos y lujuriosos.

―¡Vaya!... ¡Vaya!...

Al decir así el abad, la Sota se puso de pie, arrebozóse en la capa y, persignándose, dijo salir en busca de una mujer:

―Jamás he dormido solo―adujo―. He dormido con más de veinte mil mujeres negras, sin exageración, callándome las rubias, las mulatas, la amarillas...

―¿Dormido?...―corrigió el abad con ironía eclesiástica.

―Es una manera de decir...―terció Navajas.

―Pues decir que me he acostado―concluyó la Sota, encaminándose a la puerta―. Ahora vengo, amigos míos. Voy por una a la viña del Señor. La buscaré al gusto del abad: rubia, de carne de azúcar y ojos de vino. Decid de prepararme un lecho mullido y blanco. ¡Que el Príncipe esconda en sus sábanas rosas y hojas de menta!

Cerróse la puerta y los pasos se perdieron escalera abajo.

―Y vos, señor, ¿cómo es que sois Príncipe? Sin duda... ¿un título heredado de muy limpios linajes o mercados con pesados tostones de oro de Indias?

―Sin duda...―repuso el Príncipe, mosqueado por la indiscreción del abad.

―Y vos, señor Navajas, ¿cómo es que dicen que os pasáis la vida rasurándoos?...

Navajas sonrió cachazudamente. Su barba azulenca le daba aspecto noble.

―Debo confesaros―dijo el Príncipe―que no creo en la nobleza ni soy Príncipe. Me llaman así porque en París comía en un restaurante de mujeres fáciles y estudiantes fracasados, en la rue de Monsieur―le―Prince.

Por la escalera se oyen pasos. El Príncipe y Navajas desenfundan sus armas. El abad entorna los párpados, sacando de sus bolsillos olorosos a incienso un rosario y un cristo. Del lado de fuera golpea en el muro el gavilán de una espada y se oye la voz de una mujer:

―No―decía―, no, no...

Al abrirse la puerta aparece la Sota con una dama en los brazos. Sin decir palabra cruza la estancia y entra en una alcoba. El abad suspira, y el Príncipe y Navajas se vuelven a sentar.

El abad parpadea rápidamente.

―Vos, señor abad, parecéis el diablo―dice Navajas con malicia.

―Y deseáis la mujer del prójimo...―concluye el Príncipe, sin levantar los ojos del piso donde las sombras saltaban como gatos cuando el viento agitaba la vela.

Súbitamnte la escena cambió. A un grito sucedieron muchos otros y otros más. La casa tornaba como si se acabase el mundo. El abad estaba trasparente como una hostia, su nariz y sus cejas simulaban la cruz que remataba sobre el frontal un larga vena azul, e iba a salir cuando apareció la Sota desnudo, con los ojos desorbitados y la quijada fuera de los gonces.

Navajas, que por pereza era incapaz de sentir miedo, preguntó:

―¿Qué es?...

La Sota no podía hablar. El Príncipe había crecido, estaba de pie, muy alto, muy alto. Su perfil de águila contemplaba su estampa y sus ojos de pájaro muerto veían hasta en la oscuridad. Navajas tomó una jarra de agua y sin decir agua va, se la echó al Sota.

―¿Qué pasa?―preguntó, por su parte, el abad.

―¡Ay...!―la Sota habla con dificultad― ... que estoy condenado; esa mujer es Juana de Arco.

―¡Sacrílego!...―gritaron todos a la vez.

La sombra desprendióse del cielo más negra que nunca y en la noche del miércoles santo, a los ojos de los tres caballeros, huyó el abad. Era el demonio, en sus brazos llevaba a la mujer y, sin embargo, la Sota le gritó:

―¡Absolvedme, señor abad!

sábado, 4 de abril de 2015

HORAS GRANDES, por Miguel Ángel Asurias

por Miguel Ángel Asturias, 4 de abril de 1928

Parroquia de San Nicolás, Quetzaltenango

Como el interior de la catedral gótica, la Semana Santa hace variar el concepto de la vida, colando en penumbras que parecen penas y perfumes y ansias, la luz de sus días sin campanas, de sus mujeres sin ojos para el mal, de sus altares cerrados por el párpado morado del Señor y de sus calles sobrecogidas y en silencio. Los sagrarios recuerdan los vitrales. En ellos la luz se hace aroma. El ritmo de los días santos es también gótico. Detrás de ellos, la eternidad: creación de la mente humana que forjó el contrapunto y llevó la noción de cielo a la pintura. La eternidad es la sordina de la vida. En Semana Santa nuestros nervios suenan con esta sordina incontrastable. Las lágrimas del Señor que perdió la vida, y que lloró porque la vida era triste, encuentran un valladar que las detiene, las hace más dulces y más nuestras, en estos días de Semana Santa. Jesús está presente en el anhelo de llorar que a ratos nos sobrecoge. Nada que se asemeje mejor a su congoja que las lágrimas no lloradas en estos días sin trémolo, sin aves camineras, sin palabras.

El niño ha oído quejarse a su madre por el Señor, al lado de su padre, el hombre circunspecto vestido todo de negro con la cara triste delante del calvario. El novio, suspirar a su novia junto a los huertos fragantes: suspiro en que a la emoción religiosa de camisita sudada, se añade la de cabellera tierna y lejana con un prefume de bálsamos, higos, incienso, hojas y flores secas. Y la hermana al hermano y el amigo al amigo. Los hermanos con el recuerdo del hogar en las pestañas y los amigos con la memoria de la infancia: una bolita de miga que a veces se juega de sobremesa.

En los campanarios suenan y resuenan las matracas. Son las lechuzas que giran alrededor de la cabeza de Jesús. Su graznido contrista los corazones que esperan la muerte del justo para descenderle de la cruz. Aún no llega la humanidad que se oponga a la muerte del justo. El justo debe morir para que vivan los invitados al festín de Baltasar.

Antes del crepúsculo que trasciende a candela apagada junto a los incensarios y corozos, tiembla en las albercas el agua. Es una mujer apenada. Un rosal la hace presentir el coronamiento de espinas del Señor. El Señor como el jardín. Su carne huele a nardos y sus manos, como los pétalos de las azucenas, tiemblan sobre las sombras que antojan macizos de cabecitas de niños. El rosal cual una pena se alarga, rodea el jardín, y sangra la frente de Jesús.

La procesión pasa entonces bajo las naves góticas de la semana mayor. Detrás de las columnas donde se detienen las almas de los muertos, almas con patitas de loro, se pierde la muchedumbre que adelante se apiña en un claro, bajo el fanal de una rosa de cristalería de mil colores. Sobre este río humano, el amoroso y asedeado tul del un cielo verde: el cielo artificial de las catedrales góticas. La música se funde con las piedras, esponjas que absorbiendo aquel caudal de sonidos, se empanzan y producen un ambiente de vaguedad y de sueño en torno suyo. El Señor no ha muerto. Los asistentes se vuelven a sus casas como en la víspera de una ejecución capital, con la esperanza de que prefieran a Barrabás. Hasta llegan a pedir a Dios por Jesús. Hasta llegan a censurarle que no haga uso de sus ejércitos celestiales. Hasta se enojan momentáneamente con el que consiente que lo maten. Todo esto en el secreto de sus corazones y a lo largo de la noche cavilosa y poblada de ecos y espíritus. El sueño envuelve la ciudad. Las estrellas dan tonalidades de levadura a las nubes que pasan como panes grandes; y pensar que mañana hay que comer los ázimos después de esta noche rubia y fermentada.

Con cristiana resignación se acepta la noticia de la sentencia irrefutable. Jesús ya no alcanza la divinidad. En la conciencia del hombre su próxima crucifixión lo humaniza, desvinculándolo por un momento de su padre. Su postrer suspiro cae en las horas alfombradas de flores. Se cubren de negro los vitrales de jueves santo y la catedral gótica, tumba de reyes, se deshace en la sombra del viernes. Los otros días pasan...