domingo, 10 de abril de 2016

Cuento: LA LÍNEA DE UNA NUBE BLANCA (JUDEA)

por MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS, abril 1926



Un hombre dijo a un campesino rico:

—Quiero que me prestes dinero para pagarme un viaje.

Y el campesino rico, que miraba al mar sentado en una piedra, le negó su dinero. El solicitante fuese de mal humor y contó en la ciudad que el campesino rico no era amigo de gastar el dinero con mujeres públicas.

Soles más tarde un lisiado acercose al campesino rico y le dijo:

—Quiero que me prestes dinero para comprarme un remedio contra la lepra.

Y el campesino rico, que contaba muchos años a juzgar por su barba blanca, no obstante infundir lástima el gesto del leproso, le negó el dinero. El solicitante fuese a la ciudad y contó que el campesino rico estaba enfermo de un mal incurable que podría hasta los huesos.

Ese mismo día, guiado por un niño, llegóse al campesino rico un ciego de nacimiento y le pidió dinero para ir a Alejandría a curarse de la vista con las aguas medicinales de un templo pagano.

Y ese mismo día el campesino rico negó su dinero por tercera vez, y el ciego vino y contó a todos que aquél era un sibarita.

A pesar de las sentencias y juramentos que sobre el campesino caían a diario por su mal corazón, su hacienda aumentó mucho en un año.

—¿Cómo es, preguntábanse todos, que éste no ayude a los pobres y su riqueza aumenta cada día?

—¡Es que se cuida de mantener a su lado filtros preparados por taumaturgos que saben cábalas y abracadabras demoníacas!

Y por el estilo eran las respuestas.

Aconsejada por el leproso vino a casa del campesino una niña, medio cuberta por una piel de oveja, suelto el cabello y los pies descalzos, y le dijo con voz suave:

—Viejo, dime: ¿Por qué siendo rico no ayudas a tus hermanos? A mí, sin ir más allá, debías regalarme dinero para comprar un vestido. ¡Quiero comprarme un traje y, si me das, unas sandalias de cuero para bailar en las fiestas de los amigos y en las plazas al hundirse el sol!

La voz graciosa de la pequeña tocó el alma del campesino que, como esas viejas campanas de todos abandonadas que la curiosidad de los niños hace sonar, habló de esta manera:

—Niña, guardo mi dinero para dárselo al Hijo de Dios. Por aquí pasará un Nazareno: en esta grada donde estoy sentado tendrá su paso y en esta fuente hundirá la mirada de sus ojos tranquilos, casi azules, y posará con los suyos en mi casa.

Cuando llegue lo verás: lleva túnica blanca, va como tú, medio desnudo, y usa sandalias toscas. Tú lo verás: su turbante, su cara, su barba de oro partida que concluye en dos puntas.

La línea de una nube blanca interrumpió el diálogo entre el campesino rico y la niña pobre. La nube pasó y el campesino dijo:

—Debe venir muy cerca, esa nube es la señal de su llegada.

Al instante la casa se puso en movimiento. Tapices de gran valor fueron tendidos en las escalinatas y en los pebeteros se quemaron con lentitud esencias de perfumes preciosos.

La pequeña fue y contó al leproso que el campesino rico iba a dar su dinero a un desconocido que se llamaba Jesús. El leproso, de acuerdo con los otros vagabundos, apostóse en la salida del camino para robar al desconocido. Entre ellos había un esclavo liberto que era fuerte como un toro.

La noticia de la llegada de Jesús se propagó rápidamente, viéndose invadida la casa del campesino rico por una multitud de gentes. Las barbas de los viejos fariseos rozaban los hombros desnudos de las mujeres vendedoras de agua por los caminos secos de Judea; los brazos de los legionarios mostraban su musculatura romana junto a las cabelleras largas de las pecadoras, y más de un niño seguía los movimientos de la madre, pegado al pecho; de la madre que alargando el cuello buscaba al hijo del Señor entre la multitud.

Jesús llegóse tímido a la casa del gran hombre de la comarca. Timidez de ave a quien una hoja que se quiebra llena de congoja, de oveja que lame con la lengua húmeda el vellón de su crío; de espiga a la que un viento fuerte sacude con frecuencia.

—¿Muchos sucesos?...

La voz de Jesús era fragancia y música a los oídos de los que le escuchban con el corazón.

Y el campesino rico para contestar a su pregunta enseñó su barba blanca. El único suceso de importancia en su casa era su barba blanca.

Antes de entrar a tomar el refrigerio, el campesino rico presentó al Maestro sus tesoros. Había monedas para cubrir la tierra plana de sus extensiones conocidas, y piedras preciosas y barras de oro, y telas, y esencias.

Jesús tomó las monedas con sus manos delgadas, y, cuando caía sobre el paisaje la anaranjada tinta del poniente, sin decir palabra hizo la repartición.

—Las he guardado, Señor, para que tú dispongas de ellas como te plazca —murmuraba el campesino llorando de alegría al besarle la túnica.

Los pobres se arremolinaron levantando espesa polvareda. El leproso y los vagabundos a la noticia del reparto acudieron también.

Y Jesús dio la espalda a los pobres, volviéndose a los ricos allí presentes, y entre ellos repartió los tesoros.

—Pero... los... pobres... Señor...

La voz del campesino rico casi era un reproche.

—Los pobres no tienen necesidad —dijo el Cristo, dándoles en seguida una santa alegría—; algo que ellos sintieron venirles de dentro a fuera, como si en su interior manaran saludables regueros de esperanza.

A las primeras se retiraron los ricos muy preocupados, contando las monedas que habían recibido de aquel misterioso para aumentar su peculio, y en toda la noche no pegaron los ojos, no obstante estar rendidos de cansancio por el largo trecho recorrido a pie, entre el pueblo y la casa del campesino rico.

En cambio, bajo los árboles durmieron los pobres, en las plazas y las calles tranquilamente.

Al amanecer, los ricos volvieron a buscar al Hijo de Dios. Les urgía devolverle el dinero del campesino rico, y sintiéndose intranquilos con sus propios dineros, los agregaban a la cuenta para quedarse sin fortuna.

Jesús intentó una nueva repartición, pero ricos y pobres se negaron a recibir; querían mejor la alegría del alma y el sueño tranquilo.

En las afueras quedaron abandonadas las riquezas. Como las piedras de los ríos se veían las monedas de oro, como la arena las joyas compradas en el lejano corazón de Asia, las arenas del camino en realidad no valen menos que las piedras preciosas a los ojos de Dios.

Por un segundo en la tempestad de los siglos se aquietaron las almas junto a las riquezas.

Y en la mañana, al lado de la fuente, posando en sus aguas dulces sus ojos casi azules, Jesús hizo ver al ciego, curó al leproso y trajo a la niña descalza y sentándola en sus rodillas, le acomodó los cabellos dorados tras sus orejitas tristes.