por Miguel Ángel Asturias, 4 de abril de 1928
Parroquia de San Nicolás, Quetzaltenango |
Como el interior de la catedral gótica,
la Semana Santa hace variar el concepto de la vida, colando en
penumbras que parecen penas y perfumes y ansias, la luz de sus días
sin campanas, de sus mujeres sin ojos para el mal, de sus altares
cerrados por el párpado morado del Señor y de sus calles
sobrecogidas y en silencio. Los sagrarios recuerdan los vitrales. En
ellos la luz se hace aroma. El ritmo de los días santos es también
gótico. Detrás de ellos, la eternidad: creación de la mente humana
que forjó el contrapunto y llevó la noción de cielo a la pintura.
La eternidad es la sordina de la vida. En Semana Santa nuestros nervios suenan con esta sordina incontrastable. Las lágrimas del
Señor que perdió la vida, y que lloró porque la vida era triste,
encuentran un valladar que las detiene, las hace más dulces y más
nuestras, en estos días de Semana Santa. Jesús está presente en el
anhelo de llorar que a ratos nos sobrecoge. Nada que se asemeje mejor
a su congoja que las lágrimas no lloradas en estos días sin
trémolo, sin aves camineras, sin palabras.
El niño ha oído quejarse a su madre
por el Señor, al lado de su padre, el hombre circunspecto vestido
todo de negro con la cara triste delante del calvario. El novio,
suspirar a su novia junto a los huertos fragantes: suspiro en que a
la emoción religiosa de camisita sudada, se añade la de cabellera
tierna y lejana con un prefume de bálsamos, higos, incienso, hojas y
flores secas. Y la hermana al hermano y el amigo al amigo. Los
hermanos con el recuerdo del hogar en las pestañas y los amigos con
la memoria de la infancia: una bolita de miga que a veces se juega de
sobremesa.
En los campanarios suenan y resuenan
las matracas. Son las lechuzas que giran alrededor de la cabeza de
Jesús. Su graznido contrista los corazones que esperan la muerte del
justo para descenderle de la cruz. Aún no llega la humanidad que se
oponga a la muerte del justo. El justo debe morir para que vivan los
invitados al festín de Baltasar.
Antes del crepúsculo que trasciende a
candela apagada junto a los incensarios y corozos, tiembla en las
albercas el agua. Es una mujer apenada. Un rosal la hace presentir el
coronamiento de espinas del Señor. El Señor como el jardín. Su
carne huele a nardos y sus manos, como los pétalos de las azucenas,
tiemblan sobre las sombras que antojan macizos de cabecitas de niños.
El rosal cual una pena se alarga, rodea el jardín, y sangra la
frente de Jesús.
La procesión pasa entonces bajo las
naves góticas de la semana mayor. Detrás de las columnas donde se
detienen las almas de los muertos, almas con patitas de loro, se
pierde la muchedumbre que adelante se apiña en un claro, bajo el
fanal de una rosa de cristalería de mil colores. Sobre este río
humano, el amoroso y asedeado tul del un cielo verde: el cielo
artificial de las catedrales góticas. La música se funde con las
piedras, esponjas que absorbiendo aquel caudal de sonidos, se
empanzan y producen un ambiente de vaguedad y de sueño en torno
suyo. El Señor no ha muerto. Los asistentes se vuelven a sus casas
como en la víspera de una ejecución capital, con la esperanza de
que prefieran a Barrabás. Hasta llegan a pedir a Dios por Jesús.
Hasta llegan a censurarle que no haga uso de sus ejércitos
celestiales. Hasta se enojan momentáneamente con el que consiente que
lo maten. Todo esto en el secreto de sus corazones y a lo largo de la
noche cavilosa y poblada de ecos y espíritus. El sueño envuelve la
ciudad. Las estrellas dan tonalidades de levadura a las nubes que
pasan como panes grandes; y pensar que mañana hay que comer los
ázimos después de esta noche rubia y fermentada.
Con cristiana resignación se acepta la
noticia de la sentencia irrefutable. Jesús ya no alcanza la
divinidad. En la conciencia del hombre su próxima crucifixión lo
humaniza, desvinculándolo por un momento de su padre. Su postrer
suspiro cae en las horas alfombradas de flores. Se cubren de negro
los vitrales de jueves santo y la catedral gótica, tumba de reyes,
se deshace en la sombra del viernes. Los otros días pasan...
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