por Adrían Recinos
Hijo de América tropical, fruto del
beso de la aurora sobre los labios de nuestro suelo donde tiene la
primavera su inconmovible trono; flor incomparable del jardín de la
Creación; el ave de nuestro escudo es sin disputa la más hermosa de
las que pueblan el Continente y una de las que otros pueblos de la
tierra admiran y reverencian como las joyas más preciadas de sus
bosques. Ni el águila que no olvida que bajo su plumaje se escondió
el alma poderosa de Júpiter Olímpico; ni el pavo resplandeciente se
creyó construidos para pasear su hermosura, los castillos feudales
y las terrazas llenas de pajes y princesas; ni el ave del paraíso
que podría en su altiva petulancia suponer que para ella se hizo el
vergel del mundo; ni la garza silenciosa; ni la tierna palo; ni el
cisne que se contonea sobre el espejo del estanque como el cristal de
roca más gracioso y puro; ni el cóndor de los Andes que contempla
desde el pináculo del cielo la tierra y sus criaturas abatidas al
pie de su dosel de nubes, ninguna de las aves, ni en atavío ni en
orgullo, podría rivalizar con el Quetzal nativo, que no reconoce
igual sobre la tierra ni humillaría su penacho erecto ante otro ser
alado, ni aun ante el ave religiosa del Espíritu Santo.
En la áspera montaña, el pájaro
sagrado es como un dios en la floresta primordial del mundo. Es el
genio de la selva; es el “Fénix de los bosques”, como le llamara
Morelet.
Cuando pausadamente vuela y se remonta
hacia el azul del cielo, es como la plegaria de la tierra al
infinito, y en el espacio sereno su cuerpo arqueado, y profuso de
matices parece el arcoiris, símbolo de paz y de grandeza. En cambio,
cuando descansa en la rama enhiesta del árbol, el Quetzal es la
imagen del silencio y la quietud, y el viajero desprevenido podría
confundirlo, en su actitud hierática, con el genio de las selvas, si
no creyera que había descubierto la más rara de las orquídeas o la
más curiosa de las epífitas, pues el Quetzal es, en verdad, la
floración única y sublime de toda la Naturaleza.
Su plumaje es de oro, de esmeralda y de
rubí. ¿Y a qué hacer su descripción si jamás la palabra llegaría
en sus más sabias combinaciones a reproducir la realidad de esta ave
magnífica, y si no hay guatemalteco que no la vea retrataad en su
alma con sólo volver a su interior los ojos de su propio corazón?
Los más vivos colores de las plumas exóticas palidecen y se ajan
ante el verde y granate y el divino tornasol de su pluma. Ni el
dorado faisan que suministra el material de los mágicos abanicos
orentales; ni los pintados colibrís de Moctezuma creaba en sus
jardines para los cuadros y vestiduras d su corte; ni el pájaro
mosca y la oropéndola, hechos de iris y metales; ni el avestruz con
cuya pluma adornaban los griegos el casco de las estatuas de Minerva;
ni el olímpico cisne de voluptuoso vellón; ni la veste de seda del
colimbo zambullidor, ni el papagallo con su traje de arlequín, se
atrevían a ostentar su plumaje ante la reina americana, que a todos
aventaja en el brillo de las piedras preciosas de su pluma, en la
gracia de su vuelo, en los “radiosos alfanges” que cubren su
morena cauda y que parecen ir abriendo en el aire una brecha de
esperanza o dibujando una estela de victoria...
Los extranjeros se han unido a nosotros
para celebrar la sin par hermosura de nuestro Quetzal; ave americana,
después de recibir el culto más antiguo de que se tiene memoria y
que se inicia en el momento mismo de la creación del mundo en la
veste luminosa de Quetzalcohuatl, de la Serpiente cubierta de plumas,
flotante sobre el agua como una luz creceinte de azur y de esmeralda;
después de asociar su prestigio de color a todas la empresas de los
indias, viene en las modernas edades a recibir el aplauso de los
hombres de ciencia, de los artistas enamorados de su sin igual
belleza, de los patriotas que en una nueva expedición al jardín de
las Hespérides, marchan a la montaña solemne y extraen de ella el
pájaro mirífico para imponerlo como un balsón de gloria en las
armas de la República, enlazadas de laurel.
Vive el Quetzal en nuestras montañas y
no tiene preferencia por ningún temperamento, de manera que lo mismo
habita las sierras empinadas que las nubes coronas de escarcha y de
rocío, que las ricas planicies en que las selvas tropicales se
dilatan, augustas como un templo. Jamás sus pies se humillan con el
contacto de la tierra; el Quetzal vive del aire y de la luz y busca
su alimento en gentil revoloteo o inmóvil en las ramas de los
gigantes del bosque. Enhiesto sobre el sitial más alto que le
brindan las frondas, permanece muchas horas inmóvil, como Simón el
estilita en la cumbre de su columna de penitencia; de cuando en
cuando vuelve lentamente la cabeza de uno a otro lado si acaso
percipe en la paz y misterio de su refugio algún rumor desconocido o
levanta con gracia la cola espendorosa y balancea su cuerpo en el
vacío. Todos los seres vivos respetan el callado estupor del
Quetzal; hasta el cazador inhumano se arrodilla largo sinstantes ante
su víctima inocente, cmo si una voz secreta le anunciara la
maldición que pasará sobre él por inicuo sacrificio de un dios. La
traición germina, por eso, entre la umbría, y el tirador se recata
de la pupila sagrada, apuntando y disparando en un delirio de horror
contra el pecho en que empapa la aurora sus pinceles.
Los ojos del Quetzal persiguen en el
aire las formas y los colores; descansan en los limbos relucentes y
húmedos de savia, reposan en la verdura de la selva y penetran en el
profundo dombo azul del firmamento; de pronto descubren en la vecina
rama el fruto delicioso que destila abrosía y el ave emprende el
vuelo alborotada, pasa sobre el árbol en que el fruto revienta, se
cierne sobre el aire y parece que otra vez se quedara inmóvil
acechando su alimento; se acerca ondulando como la pluma que riela,
coge la baya sonrosada y vuelve a su sitio en la copa del árbol,
ebrio de luz y de gracia voluptuosa. El aire y la distancia no apagan
los colores inmarcesibles del Quetzal, como devoran los matices de
las avecillas minúsculas que son ni siquiera un punto en la
inmensidad del espacio; al contrario, cuando vuela, la luz se prende
en sus alas de zafiro y de oro, y se multiplica en un milagro de
colores, como la refracción del más hermoso de los prismas. Osberto
Salvin conidera que el Quetzal no altera su belleza, que es la misma
en cualqiuera posición que se halle, “Ninguna ave del Nuevo Mundo
le iguala por tal concepto -agrega el naturalista que clasificó
todos nuestros pájaros- ni tampoco la aventaja ningua del antiguo
Continente. Tal es la impresión que me produjo cuando la ví por
primera vez”.
Un penacho semilunar y fijo corona la
frente del Quetzal y ese penacho ha sido en nuestro sueo como el del
rey francés, el signo del honor y el oriente de la gloria. Monarcas
y caudillos, cacicques y capitanes se ataviaban entre los indios de
plumas de Quetzal; las tectrices del ala y el vellón del pecho de
escarlata se prendían en el cinto y en los espléndidos collares,
mientras las largas y opulentas plumas que arrancan del costado
recubren la cauda formaban el morrión y la cimera, y simulaban el
copete del pájaro inmortal. Las plumas más hemorsas adornaban la
cabeza de Tecún Umán en aquella jornada maldita en que sucumbieron
las patrias libertades bajo el peso del hierro y de la cruz. El rey
Tecún, “estupendo y grande brujo -refiere Fuentes y Guzmán-
tomando su nahuatl, que era en la forma de Quetzal, levantó el vuelo
sobre aquel escuadrón de nuestra infantería”, “Se vió entonces
un águila colosal -dice Jiménez- volar sobre la cabeza de Alvarado,
atacándolo con las uñas y con el pico”. Fantasía de nuestro
pueblo que al cronista dominico llegó como un eco de la tradición.
“El Rey del Quiché, Tecún Umán, era grande brujo -dice el
ingenuo autor del Isagoge Histórico- y volaba sobre todos sus
ejército en forma de un pájaro que llaman Quetzal, de plumas muy
largas, verdes y vistosísimas, y con un cetro de esmeraldas en la
mano, iba dando órdenes a sus capitanes y animando a sus soldados.
Y consta ciertamente -agrega el anónimo
analista- que los reyes del Quiché eran grandes brujos y se
transformaban en varios animales.”
El plumaje del Quetzal es el mayor
tesoro de los imperios americanos; Moctezuma lo prefiere al oro y a
las piedras preciosas y lo recibe como el mejor tributo de lo
pueblos; los reyes cachiqueles y quichés sonríen al cortesano que
les ofrenda las plumas de esmeralda; Cortés envía a los Católicos
Reyes, como presente de la tierras conquistadas, coronas de plumas de
Quetzal engarzadas en oro, zafiros y topacios; y un romano pontífice
repasa con su manos sutiles uno de los cuadros que compuseron lo
artistas de Anáhuac con el vellón del Quetzal y el colibrí. El
despojo de sus plumas es el tormento histórico del Quetzal y en
verdad sorprende que la especie se conserve tras una larga
explotación que abarca muchos siglos. Los inidios eran previsores y
no atentaban contra la vida del pájaro tricolor para proveerse de su
rica vestidura; cogíanle con trampas, le arrancaban las largas
plumas que recubren su cauda y libre le dejaban y apto para el más
fácil vuelo. La muerte de un Quetzal era penada con la vida -dice el
cronista Herrera- y sólo se permitía a los indios cogerlos en la
trampa para despojarlos de sus plumas. Y la pluma es inmortal, por
otra parte; ni la luz ni la edad empañan su briollo ni se aminoran
su viva tonalidad, y las nobles familia transmitían a sus
descendientes las riquísimas tectrices, coom la herencia más
valiosa. “Aprended a levantar la cabeza -dice la Biblia Cachiquel-
aprended a levantar las piedras y metales preciosos, las plumas
verdes, los escritos y grabados”.
“No canta el Quetzal peregrino de
adornos tan regios”, -exclama el hispano poeta que ha celebrado
nuestra ave nacional. “Tu mudez me hace llorar”, dice el
inolvidable Joaquín Palma, que alzó en su pecho agradecido, trono
de gloria al ave de Guatemala. Y Joaquín Méndez prorrumpe en este
lírico arrebato: “... El Quetzal canta himnos a la libertad con su
plumaje. Su canto no es para oído, sino para la vista. Su trova es
la de la esmeralda, su arpegio el del rubí. No canta, refulge; no
trina, esplende; no gorgorita las perlas del sondo en sus fauces de
acero, ni bota de ellas la escala de tintes sonoros que irisa los
tímpanos. Es el sonido del color. No gorjea como el ruiseñor ni
arrulla como la paloma; no tiene el clarín del turpial ni la flauta
del cenzontle. Es mudo como el ibis y meditabundo, hierático,
impasible, silencioso, pero indómito y grande, desfallece de orgullo
herido, se muere de soberbia, sucumbe de dolor incurable si pierde
sus plumas, luminosas como un fuego de Bengala, o su libertad que es
su vida.”
El amor a la libertad es el fondo de la
psicología de esta ave caprichosa; libre habita en los bosques,
construye su nido en un tronco, y allí deposita, al abrigo de los
cataclismos de la Naturaleza, sus huevos de color azul verdoso como
dos crisoberilos. Cuida su cola y resguarda su plumaje, y si cae
cautiva, la rabia y el dolor precipitan sobre ella el soplo de la
muerte; altivez ruda y salvaje que con justiica ha escogido nuestro
pueblo para ejemplo de sí mismo; orgullo de titán que desprecia la
muerte y no implora misericordia, enseñanza sublime para los hijos
de la tierra que habita el indómito Quezal y que aprenden en su
muerte la lección de la dignidad ante la brutal acometida del
njusto. ¡Bien hallan, pues, los inspirados patriotas que tan bien
supieron identificar en el simbolismo del Escudo de Guatemala al ave
de los bosques con el alma de nuestro pueblo, que jamás ha
titubeado, ni nunca vacilar podría, entre el oprobio de la
esclavitud y la gloria de una digna muerte!
El poeta interroga al Quetzal sobre su
origen. Y su origen, hemos dicho, se confunde como los primeros
vapores del mundo, con la luz que se dilata sobre el haz de las
aguas, con el vivo destello que rradia serenamente en el vielo
indeciso de la triunfal mañana de todas las mañanas. Las tinieblas
envuelven el mundo en una eterna noche que dura siglos incontables;
no hay un astro, ni una luz, ni un soplo ni un sonido: “Todo se
halla en suspenso -dice el Libro Sagrado- todo en calma y silencioso;
todo está inmóvil, todo está tranquilo y vacía se halla la
inmensidad del cielo; más no se manifiesta la faz de la tierra y
sólo existen el mar apacible y el espacio de los ciclos; no hay un
cuerpo, nada que se balancee, que se prenda, que se resbale, que haga
oír un sonido en el aire; no hay más que la inmovlidad y el
silencio en las tinieblas, solamente el Creador, el Formador, el
Dominador, la Serpiente cubierta de plumas, los que engendran, los
que dan el ser, flotan en el agua como una luz creciente”. Es
Gucumatz, la serpiente cubierta de una sombra verda y azul, es decir,
revestida de misterio y santidad. Y allí en aquel soplo inicial de
la Creacion, antes que otro ser se formara entre las manos del
Dominador, del Padre Universal, las plumas del ave misteriosa adornan
ya la veste salpcada del polvo de los astros en que se envuelve
Gucumatz. El mito mexicano se llama Quetzalcohuatl, también
serpiente cubierta de plumas y su explosión de fecundidad y de vida
coincide con el nacimiento de Venus en el espacio, con la estrella de
la mañana que se identifica en Quetzalcohuatl.
El nombre mismo del Quetzal, guc en
el dialecto de los quichés y juc en otras lenguas de Guatemala,
proclama el noble origen del ave simbólica. Quetzal es lo que está
levantado, lo que se endereza, la vida que se yergue sobre el agua,
interpreta el Abate Brasseur; la vallisnería que en la época del
amor se levanta en lo profundo del Océano y surge de las ondas para
unir sus flores en un beso de juventud y pasión; en la aptittud para
la vida que lo anima todo sin tuido, como se anima el embión en el
claustro de la madre; es la palabra de Dios que en el slecio de la
nada se oye de pronto grave y penetrante como el Verbo que crea y se
ilumina. Gucumatz o Quetzalcohuatl, la serpiente nimbada de azur y de
esmeralda, simboliza en consecuencia el principio animador, la
esencia y la potenca cósmica de la vida y la fecundación universal;
el Dios de la esmeralda es también el volcán y se levanta en los
trastornos geológicos como la estrella matutina; se alza sobre el
haz de la tierra como el árbol fundador de la floresta, como el
continente que emerge de las aguas y se extiende y se puebla de
pájaros y flores. Quetzalcohuatl, en la leyenda mexicana, representa
todo el desorden y la agtación y la lucha de los elementos, en la
formación del mundo; el combate entre la tierra y los elementos, el
diluvio y la inundación universales, las convulsiones de una tierra
que tiene una tormentosa epifanía, llena de angustias y espasmos.
El
culto del dios cubierto de plumas de Quetzal se trasmite en la
historia de los pueblos civilizados de México como el culto de Pan y
del divino Osiris. En lo litúrgico y místico como en lo mundano, el
ave maravillosa preside todas las acciones humanas; su traje de luces
es la imagen multicolora de la divinidad, de Gucumatz el Creador, de
Quetzalcohuatl el Formador; es la forma corpórea de Hurakán, del
Corazón del Cielo. Cuando las tribus guatemaltecas en su emigración
del Norte, se creían perdidas, tras la derrota de Nonohuálcat, el
pueblo zotzil clamó: “Sólo hay salvación en el ndo de nuestras
guacamayas”. Pero las tribus tuvieron fe, presintieron el favor de
sus dioses entre las sombras de angustia; y la esperanza las condujo
a donde debía de “brillar su aurora”. Una mañana zotziles,
cachiqueles y tucuchées echan los cimientos de sus pueblos en los
lugares en donde les amaneció la aurora; tan sólo los akahales o
tzutuhiles no lograron terminar sus obras antes de que saliera el sol
y determinaron marcharse en masa a las márgenes encantadas del lago
de Atitlán. Brisas suaves como un suspiro y tibias como una caricia;
bosques llenos de frutos y de aves que cantan un himno a la grandeza
de Dios, de consumo con las ondas que murmuran en la orilla; blandos
lechos de césped y de flores brindan a los emigrantes las dulzuras
de la existencia en un sitio incomparable, en donde el azul se
multiplica en el horizonte y en el espejo de las aguas cristalinas.
La alegría llena los corazones de los indios errantes y arranca de
su pecho himnos de gozo y voces salvajes de contento. Mas, ¿qué es
lo que inmoviliza ahora la gente en la playa y en el monte? El
espanto se dibuja en los rostros y la congoja apreta como una garra
los pechos consternados: el águila de plumas verdes, Guj-Cot el
encantador, revolotea por el aire y pasa commo una flecha sobre la
multitud despavorida. El puebo recuerda con horror que una flecha de
Hun-Ahpú, el ballestero, disparada contra los montes en la infancia
del mundo, produjo en sus entrañas la convulsión de las primeras
erupciones volcáncas. La tristeza cubre con su sombra a la multitud.
El águila de plumas verdes, que no es otra que el Quetzal, símbolo
de la grandeza divina, se aparece a las mujeres de Tzunumá, de
Tzololá y de Ajachél, se cierne sobre las márgenes del lago y con
ella se vino la mitad de la población, dice el Libro Cachiquel. Así,
en la forma de esta fábula maravillosa, quedó fundado sobre
abruptos peñascos, el pueblo libre de Atitlán, por la gracia de
Dios, encarnado en el Quetzal.
Esta
misma águila es la que siglos más tarde inquieta a Tonatiuh en su
combate con Tecún el esforzado, dejando para siempre en la hstoria
el símbolo de su grandeza aliada con la muerte. La conquista despoja
al indio de su hogar, de sus tierras y riquezas y le arranca, para
colmo de injusticia, sus plumas de Querzal que en la Corte de
Castilla se reciben como tributos de reyes domeñados. Un Jefe indio,
en 1550, se levanta en el valle de Chiapas contra la esclavitud
hispana y se abroquela en el nombre divino de Quetzalcohuatl. En
vano, porque el Dios de plumas verdes huyó hace siglos de la tierra
americana y el oriente que lo envolvió en sus brumas no lo restituye
jamás a las razas sojuzgadas. Consumada la conquista y afirmado el
poder de los leones de Castilla, el Quetzal se retira a sus montañas
donde llora en silencio la ruina de los imperios que protegió con el
lábado de su plumaje; apenas si sus plumas, ajadas y envilecidas por
indios degenerados, contribuyen a la mojiganga con que los
peninsulares celebran en la ciudad de Santiago de los Caballeros de
Guatemala, el triunfo de las armas españolas contra los bravos
aborígenes. “La silla dorada del rey indio, en la fiesta del
volcán -escribe el autor de la Recordación Florida- se adornaba con
plumas de Quetzal; mientras los indios desnudos y embijados a usanza
de la gentilidad de sus mayores, se ataviaban con plumas varias de
guacamayos y pericos”. El ave melancólica se recluye en su más
oculto nido y Europa no sabe de ella hasta que se publica en la
décima séptima centura el libro de Francisco Fernández, médico y
naturalista hispano, cuyas noticias interpretó más tarde Willughby
creyendo que se trataba de un ave fabulosa, de un mito americano. Los
sabios estudiaron con curiosidad el ave del Nuevo Mundo; nombres
varios de los que busca la ciencia para identificar las especies
vivas en nomenclaturas comunes a todos los pueblos y a todas las
lenguas, fueron aplicadas al Quetzal resplandeciente que fué a
ocupar en los Museos de Historia Natural y en los libros donde se
encierra el saber de todos los hombres, el sitio distinguido a que le
destinaban sus raras cualidades. Un mexicano cuyo nombre quedó por
siempre unido al nombre que la ciencia adoptó para el Quetzal, un
naturalista infortunado, José María Mociño, exploró nuestros
bosues, hizo colecciones que más tarde la Capitanía General remitió
a España, en donde olvidadas esperaron que Mociño llegara a la
Península y revelara la belleza sin rival de esta ave amada.
Pharomacros mocino, la
llamó otro sabio mexicano, Pablo de la Llave, y este nombre extraño,
“nombre bárbaro”, dice Salvin, clasifica al Quetzal sin otra
controversia. Pharomacros,
es decir, luz grande. El magistral estudio que le consagró el sabio
naturalista guatemalteco don Juan J. Rodríguez Luna, los himnos que
los artistas y los poetas le han dedicado proclaman los atributos de
grandeza y sublime hermosura del ave tropical. Y ¿qué pudiera mi
pálida fantasía agregar al elogio qu een tan justa medida ha
recibido el nahual de Tecún Umán? La música de todas las brisas,
el aliento de todo los céfiros; la lumbre de todas las estrellas
condensadas en un rayo de todos los matices; el murmullo del arrollo
que se desliza en la pradera ebrio del aroma de las flores; el trueno
que prolonga el sonido de su cuerda grave en el húmedo ambiente de
la tarde de abril; el ritmo del cenzontle, la cascada de armonía del
guarda zahareño, el lamento tiernísimo de la tórtola y el zumbdo
del huracán, fueran precisos para formar un himno al ave majestuosa
que tienen en el Escudo de Guatemala su más excelso trono, y su
culto más ferviente en el corazón de los hijos de esta tierra.
Allí, en la dulce intimidad del laurel, el Quetzal de la selva
americana que remontó su vuelo más que el águila y el cóndor de
los Andes, descansa vigilante en el campo de azur y de nieve, a la
sombra de las espadas y de los fusiles; en las alas del viento la
bandera desplegada lleva ota vez en las cimas del aire al pájaro
inmortal, y al choque del acero y al estallido del cañón, el ave
que se anima en el escudo es el mismo Quetzal del Príncipe Tecún,
que se escapa de la eternidad y acude, como el póstumo Cid, a ganar
nuevas batallas en la vida.
Guatemala, 1938.
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