
por JOSÉ SAMUEL MÉRIDA
No fue un disparo ni un salto, ni una carrera frenética lo que primero puso a Guatemala en el podio de los dioses olímpicos. Fue un paso. Luego otro. Y otro más. Cientos, miles. Un desfile silencioso y sostenido de voluntad sobre carne, de disciplina sobre deseo, de obstinación sobre cansancio. Así, con el sol a plomo sobre Londres y la historia latiéndole en las sienes, Erick Barrondo cruzó una línea que era más que una meta: era un umbral.
La primera medalla olímpica de Guatemala no llegó envuelta en el espectáculo de los reflectores ni acompañada por las fanfarrias de las potencias deportivas. Llegó con la humildad profunda de los caminos de tierra, con el paso constante del campesino que sabe que todo se logra con tiempo y tenacidad. Llegó con los pies. Porque, en un país donde tantas veces los sueños no tienen alas, fue el andar, no el volar, lo que nos elevó.
Y hay algo profundamente poético en eso: que nuestra gloria viniera de una marcha. No de una explosión de talento, sino de una constancia casi ritual. El deporte de la marcha atlética, tan incomprendido por los comentaristas apresurados y tan alejado de la estética veloz de las redes, encontró en Barrondo su profeta. Sus caderas oscilaban como péndulos antiguos; su cuerpo entero parecía dialogar con el tiempo. No corría. Avanzaba con la determinación de quien lleva generaciones enteras a cuestas. Porque no era él solo quien marchaba: era un país.
Un país diminuto, sembrado entre volcanes, con más cicatrices que medallas. Un país donde los niños juegan con pelotas de trapo, donde el deporte es lujo y el entrenamiento una prueba de fe. Un país que había mandado atletas a los Juegos Olímpicos como quien envía cartas al viento: con esperanza, pero sin esperar respuesta. Hasta ese día. Hasta esa hora en que el sol londinense —tan distante, tan extranjero— iluminó un rostro moreno, sudado, firme, y la bandera azul y blanca, que tantas veces ondeó sólo por cortesía, fue izada por mérito.
La medalla de plata de Barrondo no pesó como las otras. Pesó más. Porque no venía sola. Venía cargada de la dignidad de su origen, del aroma a milpa de su aldea, del silencio de los que caminan descalzos, del eco de un país que aprendió —al fin— que el esfuerzo también puede ser premiado. Y al subir al podio, no hubo gritos ni gestos teatrales. Sólo una mirada serena, un ademán contenido, como si supiera que no había ganado solo una competencia, sino algo más íntimo, más profundo: el respeto.
Y en los días que siguieron, en cada esquina del país, en cada mercado, en cada pantalla de televisor humilde, se repetía su nombre como si fuera un verso nuevo en el himno. No hubo analistas que pudieran explicarlo del todo. No hacía falta. Porque todos los que han caminado bajo el sol saben lo que cuesta llegar. Y todos los que han soñado en voz baja entendieron, sin palabras, lo que él logró.
Ahora, cuando el tiempo ha pasado, y las medallas brillan desde vitrinas tibias o archivos digitales, esa plata aún reluce como el metal más puro: el que fue ganado sin ruido, con los pies firmes y la mirada al frente.
Porque hay victorias que no sólo se conquistan. Se caminan. Y la nuestra empezó con un paso, allá lejos, en Londres... pero resonó como tambor en todo el corazón de Guatemala.