sábado, 21 de enero de 2017

Miguel Ángel Asturias / El Alhajadito

Bigotes de miel de caña de azúcar. Por las comisuras le bajaban como puntas de bigotes chinos, tostaditos, cosquillosos, dulces al lamerlos con lengua de gato. Tenía que defenderse de las moscas a manotazos. Defender sus bigotes. El zumbido ligero del insecto al ataque y el ronco zumbido del insecto golpeado. Una como caída de algo que se recupera y sigue volando. Cuando el ataque de la mosca a sus bigotes era de vueltas calclada en círculos y círculos, la manotada se converia en ademán despacioso. Los moscones verdes, pesados, lustrosos, le hacían huir del sube y baja adormecedor de las moscas pequeñas, siempre chupeteando la caña, masa que masca el canuto de pulpa blanca, entre los cortantes filos de la cáscara apenas desgarrada y siempre jugosa.

La casa tenía olvidado muy a trasmano un trecho de corredor. No daba a ninguna puerta, a ninguna ventana. Simplemente a la espalda de una pared lisa que lo separaba de unos cuartos para aparejos y otros estropiezos. Un alero inclinado caía a tres pilares de madera sentados sobre basas de piedra y servía de medio techo, techo de un lloro. Llovía y sólo de un lado caía el agua. Hay techos de dos aguas. Casas que lloran por los dos ojos. El corredorcito, su corredorcito, sólo lagrimeaba con un ojo, gota a gota, primero, y luego a lagrimitas de tejas que formaban arroyos de llanto dulce que por río más grandes iban a dar al Atlántico o al Pacífico. Las casas de dos aguas lloran para los dos mares desde aquellas alturas, un ojo para cada mar.

Pared lisa, techo de un lado, piso de ladrillos cuadrados y más abajo, en lugar de patio, el monte. El monte verde. Toda clase de monte. Más allá, el mismo monte. Y más allá, el mismo monte.

Nadie cuidaba de este corredorcito. Una existencia ignorada. El viento enano lo barría. La lluvia sesgada lo lavaba. Una que otra vez descubrió caca de gallina en el piso. No agrandaba los ojos, pero pensaba abrirlos hasta donde le dieran las pupilas para expresar su sorpresa.

¿Gallinas...? ¿A qué hora vendrían...? ¿De dónde vendrían...?

Los gallineros quedban del otro lado de la casa. Sólo que volaran. Pero él las habría sentido pasar sobre los patios, mitad volando, mitad arrastrándose.

El corredor aquél. Aquel su corredorcito. Una mañana descubrió una cáscara de aguacate. Un guacalito. No le dio importancia. Hizo como que no lo veía. Él no lo veía, pero alguien desde el guacalito lo miraba. Una pupila de agua brillante en el fondo morroñoso de color negruzco. Le dio un puntapié y se quedó dueño del corredorcito que olía a gente, a mucha gente, a gente sudada, a gente de humor fuerte, a gente que no se baña, a gente que ha caminado mucho.

Un tizón de carbón en la pared que fue blanca amaneció un día como rajadura de temblor. Sol de mediodía, doloroso, claro. Un coronadito acababa de aparecer y se movía como en una balsa inestable a la orilla del corredorcito. Al instante subió al alero y dejó el espacio gozoso de alas.

¿Quién tiznó la pared? ¿Quién vino anoche al corredorcito? Ayer no estaba aquella como rajadura. ¿Quién? ¿Quién...?

Ya tenía el invierno encima. Era imposible que en aquella duda de visitas nocturnas de gallinas y fantasmas que comían aguacate dejara su corredorcito sin su presencia durante todo el invierno.

Vendría a ver llover allí donde el monte se traga el agua, sin que suene como en los patios empredrados de la casa. Se la traga y nada más. Igual que si la esperara con la boca abierta.

Echó a andar a grandes zancadas. El corredorcito abandonado era como el muñón del brazo de una casa antigua.

Una, dos, tres... ¿Cuántas filas de ladrillos cuadrados? Tres, cuatro, cinco, seis, siete... Y del otro lado de la pared, en los cuartos oscuros, los aparejos de las bestias de carga y unos barriles estrechos y altos llenos de monedas oxidadas, hediondas, húmedas, perdidas en ceniza revuelta con papel quemado.

Siempre llevaba de esas monedas en sus bolsillos. Peso agradable del metal tintineante en el vacío de trapo de la bolsa. No todas las monedas eran iguales. Las más grandes, color de oro con sangre, mostraban de un lado dos mínimas columnas, abajo tildes de eñes simulando olas y arriba, al fondo, el sol a medio salir del mar, y del otro lado, una mujer vendada con una rama de hojas en la mano izquierda, y en la derecha una balanza. Otras de estas monedas, menos pesadas, delgaditas, de color blanco, traían de un lado un número 9, que podía ser 6, según se viera, y del otro lado una mano abierta. Las más raras eran unas moneditas muy pequeñas, llamadas cuartillos, horadadas por el medio.

Al aproximarse el invierno, las monedas se sentían húmedas, pegajosas, hediondas a metal, perdidas en los barriles de cenizas que se regaba en el suelo, cada vez que su mano se hundía en son de ataque para buscar en el fondo más monedas. Cierta vez sintió que la ceniza le apretaba la mano. Sacó el brazo violentamente, y no supo bien —del susto le temblaban los dedos— si realmente la ceniza le había agarrado los dedos. Se le secó la boca. Apenas tuvo tiempo de alejarse enguantada la mano de polvo de huesos. Gritos... ayes... maderámenes que crujían... lengüetazos de fuego que devoraban lo que les salía al paso... hachazos a fondo... y más lejos detonaciones de arcabuces acompañadas de un penetrante olor a brea, pólvora, alquitrán y agua salada.

Estaba en su corredorcito. Nada era real. Imaginación. Sueños. Cuentos de las criadas viejas. Estaba en su corredorcito con una caña dulce, sus bigotes de miel pegosteada en las comisuras de los labios y las moscas volando...

Un ademán lento, una manotada...

La miel lo invadía de una sensación amorosa, caliente, de fruta y ángel. Como sonar una flauta de caña dulce. Sólo que el sonido era almíbar. Ya traería su flauta para tocarla allí, igual que si chupara caña, y entonces el almíbar se convertiría en música. Sus dedos, patas de araña, tapando y destapando los agujeros de la flauta en veloz carrera, para dejar escapar o cerrarle el paso al sonido. Otra miel. Otra fiesta. El corredorcito arrinconado estaría oscuro. La flauta se oiría en la oscuridad tan lejana y él mismo se sentiría tan lejos en su corrdorcito, tan lejos, sin moscas, sin bigotes de miel de caña.

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