Bigotes de miel de caña de azúcar.
Por las comisuras le bajaban como puntas de bigotes chinos,
tostaditos, cosquillosos, dulces al lamerlos con lengua de gato.
Tenía que defenderse de las moscas a manotazos. Defender sus
bigotes. El zumbido ligero del insecto al ataque y el ronco zumbido
del insecto golpeado. Una como caída de algo que se recupera y sigue
volando. Cuando el ataque de la mosca a sus bigotes era de vueltas
calclada en círculos y círculos, la manotada se converia en ademán
despacioso. Los moscones verdes, pesados, lustrosos, le hacían huir
del sube y baja adormecedor de las moscas pequeñas, siempre
chupeteando la caña, masa que masca el canuto de pulpa blanca, entre
los cortantes filos de la cáscara apenas desgarrada y siempre
jugosa.
La casa tenía olvidado muy a trasmano
un trecho de corredor. No daba a ninguna puerta, a ninguna ventana.
Simplemente a la espalda de una pared lisa que lo separaba de unos
cuartos para aparejos y otros estropiezos. Un alero inclinado caía a
tres pilares de madera sentados sobre basas de piedra y servía de
medio techo, techo de un lloro. Llovía y sólo de un lado caía el
agua. Hay techos de dos aguas. Casas que lloran por los dos ojos. El
corredorcito, su corredorcito, sólo lagrimeaba con un ojo, gota a
gota, primero, y luego a lagrimitas de tejas que formaban arroyos de
llanto dulce que por río más grandes iban a dar al Atlántico o al
Pacífico. Las casas de dos aguas lloran para los dos mares desde
aquellas alturas, un ojo para cada mar.
Pared lisa, techo de un lado, piso de
ladrillos cuadrados y más abajo, en lugar de patio, el monte. El
monte verde. Toda clase de monte. Más allá, el mismo monte. Y más
allá, el mismo monte.
Nadie cuidaba de este corredorcito. Una
existencia ignorada. El viento enano lo barría. La lluvia sesgada lo
lavaba. Una que otra vez descubrió caca de gallina en el piso. No
agrandaba los ojos, pero pensaba abrirlos hasta donde le dieran las
pupilas para expresar su sorpresa.
¿Gallinas...? ¿A qué hora
vendrían...? ¿De dónde vendrían...?
Los gallineros quedban del otro lado de
la casa. Sólo que volaran. Pero él las habría sentido pasar sobre
los patios, mitad volando, mitad arrastrándose.
El corredor aquél. Aquel su
corredorcito. Una mañana descubrió una cáscara de aguacate. Un
guacalito. No le dio importancia. Hizo como que no lo veía. Él no
lo veía, pero alguien desde el guacalito lo miraba. Una pupila de
agua brillante en el fondo morroñoso de color negruzco. Le dio un
puntapié y se quedó dueño del corredorcito que olía a gente, a
mucha gente, a gente sudada, a gente de humor fuerte, a gente que no
se baña, a gente que ha caminado mucho.
Un tizón de carbón en la pared que
fue blanca amaneció un día como rajadura de temblor. Sol de
mediodía, doloroso, claro. Un coronadito acababa de aparecer y se
movía como en una balsa inestable a la orilla del corredorcito. Al
instante subió al alero y dejó el espacio gozoso de alas.
¿Quién tiznó la pared? ¿Quién vino
anoche al corredorcito? Ayer no estaba aquella como rajadura. ¿Quién?
¿Quién...?
Ya tenía el invierno encima. Era
imposible que en aquella duda de visitas nocturnas de gallinas y
fantasmas que comían aguacate dejara su corredorcito sin su
presencia durante todo el invierno.
Vendría a ver llover allí donde el
monte se traga el agua, sin que suene como en los patios empredrados
de la casa. Se la traga y nada más. Igual que si la esperara con la
boca abierta.
Echó a andar a grandes zancadas. El
corredorcito abandonado era como el muñón del brazo de una casa
antigua.
Una, dos, tres... ¿Cuántas filas de
ladrillos cuadrados? Tres, cuatro, cinco, seis, siete... Y del otro
lado de la pared, en los cuartos oscuros, los aparejos de las bestias
de carga y unos barriles estrechos y altos llenos de monedas
oxidadas, hediondas, húmedas, perdidas en ceniza revuelta con papel
quemado.
Siempre llevaba de esas monedas en sus
bolsillos. Peso agradable del metal tintineante en el vacío de trapo
de la bolsa. No todas las monedas eran iguales. Las más grandes,
color de oro con sangre, mostraban de un lado dos mínimas columnas,
abajo tildes de eñes simulando olas y arriba, al fondo, el sol a
medio salir del mar, y del otro lado, una mujer vendada con una rama
de hojas en la mano izquierda, y en la derecha una balanza. Otras de
estas monedas, menos pesadas, delgaditas, de color blanco, traían de
un lado un número 9, que podía ser 6, según se viera, y del otro
lado una mano abierta. Las más raras eran unas moneditas muy
pequeñas, llamadas cuartillos, horadadas por el medio.
Al aproximarse el invierno, las monedas
se sentían húmedas, pegajosas, hediondas a metal, perdidas en los
barriles de cenizas que se regaba en el suelo, cada vez que su mano
se hundía en son de ataque para buscar en el fondo más monedas.
Cierta vez sintió que la ceniza le apretaba la mano. Sacó el brazo
violentamente, y no supo bien —del susto le temblaban los dedos—
si realmente la ceniza le había agarrado los dedos. Se le secó la
boca. Apenas tuvo tiempo de alejarse enguantada la mano de polvo de
huesos. Gritos... ayes... maderámenes que crujían... lengüetazos
de fuego que devoraban lo que les salía al paso... hachazos a
fondo... y más lejos detonaciones de arcabuces acompañadas de un
penetrante olor a brea, pólvora, alquitrán y agua salada.
Estaba en su corredorcito. Nada era
real. Imaginación. Sueños. Cuentos de las criadas viejas. Estaba en
su corredorcito con una caña dulce, sus bigotes de miel pegosteada
en las comisuras de los labios y las moscas volando...
Un ademán lento, una manotada...
La miel lo invadía de una sensación
amorosa, caliente, de fruta y ángel. Como sonar una flauta de caña
dulce. Sólo que el sonido era almíbar. Ya traería su flauta para
tocarla allí, igual que si chupara caña, y entonces el almíbar se
convertiría en música. Sus dedos, patas de araña, tapando y
destapando los agujeros de la flauta en veloz carrera, para dejar
escapar o cerrarle el paso al sonido. Otra miel. Otra fiesta. El
corredorcito arrinconado estaría oscuro. La flauta se oiría en la
oscuridad tan lejana y él mismo se sentiría tan lejos en su
corrdorcito, tan lejos, sin moscas, sin bigotes de miel de caña.
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