Al principio no le dieron mayor importancia pero al cabo de un par de semanas ya habían desaparecido más de diez, despertando la curiosidad de los vecinos de Uaxactún.
Una mañana se organizaron en grupos para ir a buscar pistas de los animales en la espesa selva que rodea al pueblo. Buscaron rastros bajo el breve sol del solsticio, subieron y bajaron las exuberantes ruinas mayas, pero volvieron con las manos vacías. La falta de pistas los frustraba.
Al final de la tarde, los grupos de vecinos intercambiaban especulaciones a medida que se iban reencontrando en el Salón. Finalmente llegó el último grupo, pero tampoco había encontrado mayor cosa, solo restos de una mula entre los matorrales que delimitan al pueblo.
Regresaban arqueólogos y arrieros cuando la incertidumbre se desvaneció por completo con un estruendo que les estremeció las vísceras. Todo mundo se enjutó al escuchar aquella explosión de ferocidad. El rugido que serruchaba el aire fue identificado por los vecinos inmediatamente. Había un jaguar en el pueblo.
El cadáver de la mula, que algún arriero enterró descuidadamente, había atraído al jaguar a la aldea durante las noches, para mala fortuna de aquellos perritos. Las personas corrieron de vuelta a sus casas y cabañas, sorprendidos por la segura presencia del tigre en las cercanías.
Ahora solo quedaba esperar... esperar a ver si el jaguar se acercaba otra vez al campamento, y si lo hacía, qué haría después...
josemerida@gmail.com
Guatemala, noviembre 2017.
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