sábado, 7 de septiembre de 2024

Cómo los Himnos de la Iglesia Transforman Nuestra Adoración: Un Telescopio hacia la Grandeza de Dios

Los himnos son como telescopios 
por JOSÉ SAMUEL MÉRIDA 
Primera Iglesia del Nazareno, Guatemala, 2024

Hace poco, tuve la oportunidad de mirar nuevamente por un telescopio, algo que no hacía desde que era niño. Recuerdo cómo entonces me fascinaban sus lentes, su enfoque y el brillo metálico. Sin embargo, fue al contemplar el cielo estrellado cuando entendí su verdadero propósito: mostrarnos algo mucho más allá de lo que podemos ver a simple vista. Esa experiencia me llevó a pensar en los himnos que cantamos en la iglesia. ¿Acaso no son como un telescopio también? No están ahí solo para ser disfrutados por su melodía, sino para ayudarnos a ver algo más grande: la grandeza y la verdad de Dios.

Los himnos ocupan un lugar especial en nuestra adoración, especialmente en la tradición wesleyana. Desde los tiempos de Juan y Carlos Wesley, se han utilizado estratégicamente para enseñar doctrina a través de la música. A diferencia de la música que escuchamos a diario, que busca distraernos o entretenernos, los himnos ofrecen un contraste significativo de melodía y letra, sirviendo como herramientas para elevar el culto semanal y profundizar nuestro entendimiento espiritual.

Desde tiempos bíblicos, el pueblo de Dios ha usado la música para enseñar y recordar las doctrinas esenciales de la fe, como en los Salmos, entonados tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Hoy, en la Iglesia del Nazareno, los himnos siguen cumpliendo ese propósito. Cada vez que entonamos uno, nos conectamos con una tradición antigua que sigue nutriendo nuestra comprensión y relación con Dios.

¿Qué hace que los himnos sean tan poderosos? Su mensaje. No son solo música, son teología hecha poema. Cada palabra encierra verdades profundas sobre Dios. Cuando cantamos "Viviendo por Fe" o "Mártir de Paz", estamos proclamando quién es Dios y lo que significa para nosotros. Cantar un himno con corazón e inteligencia, como dicen los Salmos, es un acto de adoración que puede transformar nuestro espíritu.

A lo largo de la historia, los himnarios han sido esenciales para mantener la teología en el centro de nuestra liturgia. Himnarios como Lluvias de Bendición (1947) o Gracia y Devoción (1962) fueron cuidadosamente compilados por teólogos nazarenos que priorizaban las doctrinas bíblicas, con letras que enseñan verdades duraderas. Esto contrasta con algunos estilos contemporáneos, donde a veces se eligen las canciones basándose en su popularidad o melodía pegajosa, en lugar de la profundidad de su letra.

Los himnos están diseñados para ser cantados por todos, escritos en una escala y melodía que facilitan la participación de cualquiera. No es necesario tener una voz de cantante o la habilidad de un artista, solo un corazón dispuesto a ser parte de la congregación. Y es eso lo que nos une en adoración, recordándonos que cantamos juntos, como iglesia, para honrar a Dios.

Muchos de nosotros sentimos nostalgia al recordar los himnos de nuestra infancia. Nos traen recuerdos de momentos valiosos. Sin embargo, no se trata tanto de las melodías, sino del verdadero poder que reside en las doctrinas que comunican. Al cantarlos, esas verdades deben asentarse en lo más profundo de nosotros, nutriendo nuestra fe.

Por eso, los himnos son como ese telescopio del que hablaba al principio: no están ahí para ser admirados por sí mismos, sino para ayudarnos a ver algo más grande. Cada himno afina nuestra visión espiritual, enfocándonos en la grandeza y santidad de Dios. De esta manera, cantando juntos, no solo repasamos doctrinas eternas, sino que nos unimos a un coro que resuena a través de generaciones, transformando los corazones y las congregaciones.

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