domingo, 11 de junio de 2023

Cuando rugió el pasado

Aniversario 30 de Jurassic Park

por JOSÉ SAMUEL MÉRIDA

Todo comenzó con un temblor. No en la tierra, como los que estamos acostumbrados a leer en las noticias o a sentir en el lomo de los volcanes dormidos, sino en el agua. Una pequeña vibración circular en la superficie de un vaso: el temblor de lo imposible acercándose. Así se anuncia, en Jurassic Park, la llegada de lo inconcebible. Y no fue la primera vez que el cine nos ofreció monstruos. Pero sí fue, acaso, la primera vez que el monstruo parecía mirarnos a los ojos con la exactitud de un recuerdo fosilizado.

Steven Spielberg no filmó una película de dinosaurios: hizo una invocación. Llamó al pasado, lo trajo con tecnología y vértigo, y lo puso a caminar, a devorar, a respirar, a rugir, por una isla que bien pudo ser Atlántida o Macondo, donde la ciencia y el mito compartían la misma celda de laboratorio. Lo que asombró no fue sólo el tamaño de los reptiles, sino la certeza con que caminaban, con que abrían sus fauces, con que hacían crujir los helechos como si hubiesen dormido apenas una siesta geológica. Era el pasado, sí, pero también era el futuro: una advertencia disfrazada de espectáculo.

Uno no veía Jurassic Park, la experimentaba. Y salía del cine no con miedo, sino con reverencia. Porque lo que allí estaba no era sólo el Tyrannosaurus, la violencia del raptor o la fragilidad del ser humano, sino una antigua pregunta que ha perseguido a los hombres desde que aprendimos a tallar piedra: ¿hasta dónde podemos jugar a ser dioses? Porque John Hammond, con su bastón de ámbar y su acento de abuelo encantador, no era un villano: era un Prometeo de laboratorio, un soñador desbordado por su propio asombro. Y como todos los grandes soñadores, no vio venir las consecuencias de su deseo.

La película, envuelta en la música majestuosa de John Williams, que sonaba como si los dinosaurios hubiesen dejado parituras enterradas junto a sus huesos, tocó un nervio primitivo. Nos recordó que somos visitantes en este mundo, que hubo un tiempo en que la Tierra no nos pertenecía, y que ese tiempo podría, con un descuido, regresar. Y eso es lo que más estremecía: no la violencia, sino la humildad. Ver a un ser humano quedarse inmóvil ante el tronar de un saurio no era una escena de acción: era una escena teológica. El hombre, diminuto y deslumbrado, ante la magnitud de lo que creía extinguido.

Recuerdo haber salido del cine como se sale de una catedral recién descubierta: en silencio, mirando el cielo de otro modo, escuchando el viento como si trajera noticias del Mesozoico. El cine, en ese momento, había dejado de ser evasión y se había convertido en epifanía. Uno podía, por primera vez, imaginar el rugido original del mundo.

Y desde entonces, los dinosaurios dejaron de ser sólo juguetes o esqueletos polvorientos en vitrinas de museo. Volvieron a ser lo que eran en el imaginario infantil y en los mitos más antiguos: presencias. Ecos. Presagios.

Porque si algo enseñó Jurassic Park, más allá de su esplendor técnico, fue esto: que el pasado no está muerto. Que la memoria de la Tierra tiene dientes. Y que todo lo que duerme puede, algún día, volver a rugir.

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