Un sol desnudo, tan terrible que de
entre las piedras asomaban las arañas, no una sino cientos, no
cientos sino miles, en borbotón interminable, saliendo de la tierra
para no quemarse adentro. Todo en horno diurno y nocturno y ni una
gota de agua. Los habitantes se detenían a ver el cielo, seca la
piel, seco el aliento, sudorosos, ahogados. La tiniebla azul de
cielo. Los animales agotados por el calor y la sed, se doblaban como
hechos estropajo. Los árboles en la inmensa hoguera, en forma de
llamas sin arder, y los bananales chupando toda la humedad del
terreno para su sed. El Chamá sacó las ollas de cal ya preparada y
se encaminó al camposanto. Solo él en toda la extensión plana y
visible hasta donde se curvaba el horizonte. Paso a paso solo él con
las ollas de cal. En el camposanto rechinaba la tierra. Había que
aprovechar el mediodía del nueve de marzo. Se le vio entrar al
camposanto. Solo él. Tan solo que los muertos medio enterrados
pudieron haberlo cogido con sus manos de fuego frío, porque la
tierra estaba igual que un horno y hasta los muertos tenían
temperatura de vivos. Cementerio de huesos calientes, de moscas
verdes y rojizas con zumbido de ventiladores, volando sobre una
vegetación color de pelo viejo.
Solo él. Tan solo que pudieron haberle
hablado los muertos. Bajo de cuerpo, envuelto en una vestimenta color
de corteza de árbol, trapos esponjados por la lluvia, en cuyos hilos
se habían fijado nubes de polvo hasta acartonarlos y volverlos
rugosos, vegetales. El saco, sin hombreras, cerrado hasta el cuello.
De lado y lado de la cara mostraba en las mejillas, a manera de
barbas, una tiñosidad oscura, carbonosa. Veía esforzándose mucho
para abirir los ojos sepultados en arrugas, los párpados sólo
arrugas, la frente arrugas, las orejas como arrugas, las manos
arrugas con dedos, los pies dedos con arrugas.
—Sugusán, sugusán, sugusán...
Así iba diciendo el Chamá al entrar
al camposanto. Las ollas con agua de cal salpicaban el camino, le
salpicaban los pies. Gotas y goterones blancos...
Dejó las tumbas de la entrada atrás
de su paso tardo. Sugusán, sugusán, sugusán... Detrás dejó las
otras tumbas, las que quedaban a la espalda de las tumbas del frente.
Sugusán, sugusán, sugusán... Y dejó más atrás las tumbas que
estaban detrás de las que acababa de pasar. Sugusán, sugusán,
sugusán.
Su mascarilla de arrugas empezó a
cambiar su tristeza en alegría. Alzó la cabeza cubierta por un
sombrero en forma de hongo, de sombrilla de sapo, para lograr ver
algo, ya que sin poder abrir mucho los párpados para ver bien,
levantada la cabeza pujando, y escurrióse hacia un pedregal, donde
dejó las ollas de agua de cal en el suelo, y se encuclilló largo
rato a esperar quién sabe qué.
Alguna señal...
Sugusán, sugusán, sugusán...
Se le cerraban los ojos al Chamá,
caídos los párpados, pero no estaba dormido. Un sacudimiento
repentino lo hizo levantarse electrizado. De una de las tumbas recién
cubierta, fresca la tierra, y la cruz de madera aún nuevecita y bien
pintada la inscripción, sacó un muerto. De una tremenda cuchillada
le separó la cabeza y la echó en una de las ollas de cal. Luego se
fue volviendo por el mismo camino. Solo él, sugusán, sugusán,
sugusán, solo él con sus dos ollas de agua de cal, una para
despistar, y la otra con la cabeza de Hermenegildo Puac.
Al llegar a su casa, el Chamá Rito
Perraj sacó de la olla de agua de cal la cabeza del muerto. Fétida
pesada, blanca de cal fría, entre los labios amoratados los dientes
firmes y granudos. Y la volvió a echar a la olla. Viajaría al mar
al irse esta luna que no trajo agua, dejando en su casa la cabeza de
Puac, orientada hacia donde sale en sol en colchón de plumas de
gavilán.
No se quitó el sombrero, sino el techo
de su rancho que tenía como sombrero de petate, encima de su
sombrero de hongo. Anduvo de dos en dos pasos, de tres en tres pasos,
de cinco en cinco pasos, de diez en diez pasos hasta el mar. Los
horcones del rancho sus costillas, sus brazos, sus canillas... Las
piedras del cimiento del rancho sus pies. Y se vino después, se dejó
venir desde el mar contra todas las cosas haciéndose pedazos.
El aire se llevó un rancho..., decían
las gentes, y todos se escondían, porque estaba soplando fuerte el
viento, cada vez más fuerte el viento huracanado, devastador...
El Hermenegildo Puac murió porque,
cuando no tuvo con quién pelear, se le paralizó el corazón. ¡Por
eso murió! Y no tuvo con quién pelear, porque, cuando iba resuelto
a matar al Gerente, alguien le dijo: ¡Matás a este Gerente y ponen
otro Gerente, matás a ese otro Gerente, ponen otro Gerente! ...
Se enterró las uñas en las gorduras
de sus manos de hombre de trabajo, sin saber qué hacer. Había que
escribir a Chicago. La famosa gente de por allá era la que tenía la
última palabra. Hermenegildo Puac no sabía dónde quedaba Chicago,
pero a pie hubiera llegado, de saber dónde quedaba, para salvarse de
la ruina, de la que por fin no se salvó. Y quién es esa gente,
preguntaba. Todos, al parecer, sabían quién era, pero sin concretar
nada. Chicago. La gente de por allá. Los amos.
El día en que se quedó con su fruta,
con sus racimos de banano más grandes que un hombre de regular
estatura, sin que se los compraran, lloró y sólo dijo:
—Gringos
hijos de puta, si ellos tienen eso que no se ve y que nos aplasta,
contra lo que no se puede pelear ni matando, también nosotros, ¡ja!,
¡me capo si no hay venganza!...
Y se fue a ver el Chamá Rito Perraj, a
que el Chamá opusiera a esa voluntad indeterminada, una fuerza
incontrastable que los arruinara, y el Chamá le pidió su vida, y
él, Hermenegildo Puac, se la dio, y el Chamá le pidió su cabeza y
él, Hermenegildo Puac, le dio todo con tal que hubiera revancha.
Una fuerza que nada deje en pie. Lo
pedía Hermenegildo Puac. Un viento que soplara por debajo.
Constante, fuerte, más fuerte, cada vez más fuerte y más bajo,
desenraizando los bananales de la Tropicaltanera, arrancándolos para
siempre. El viento que clava los dientes en la tierra, sucio,
atmosférico, salobre y desentierra todo, hasta los muertos. Lo pedía
Hermenegildo Puac con la presencia de su muerte de corazón y la
entrega de su cabeza a Rito. Soy Perraj. ¿Se le cambiará la forma a
todo? Se le cambiará. Las líneas del ferrocarril se moverán como
serpientes. Nada quedará en su sitio. La pobre resistencia vegetal a
los elementos desenfrenados dentro de lo natural, será abatida por
un solo elemento desencadenado dentro de lo sobrenatural y mágico
con la voluntad destructiva del hombre, la fuerza de las bestias
marinas y el golpeteo incesante en las raíces, los cimientos, las
patas de los animales, los pies de los horrorizados habitantes. Lo
pedía Hermenegildo Puac. Y la avalancha huracanada de terremoto
aéreo, de maremoto seco, sería, vendría, sobrevendría por el
pedido de Hermenegildo Puac a Rito Perraj, el que maneja con sus
dedos los alientos fluido y pétreo de Huracán y Cabracán.
Aquella noche. Aquel día siguiente.
Aquella segunda noche. Aquel segundo día. Aquella tercera noche.
Aquel tercer día. Los vagones que estaban en los rieles empezaron a
moverse contra su voluntad, a saltar de las vías férreas, mientras
el ganado que bramaba en los corrales salió de ahí en tropel sólo
a que locomotoras que escapaban a ciegas lo alcanzaran para
descarrilar. Poco a poco se iban despegando las casas de los
cimientos, tal la fuerza con que soplaba el viento. Los rehiletes de
sacar agua se veían pasar como estrellas sin luz, despedazadas las
torres de hierro, arrancados de cuajo los postes del telégrafo y de
las plantaciones de banano nada iba quedando en pie, todo por el
suelo machacado, convertido en miseria vegetal inmóvil.
El metal blando del huracán en las
manos del Chamá Rito Perraj soplaba iracundo como polvo de espadas.
El primer impulso de los bananales, de no dejarse arrancar, fue sólo
impulso, porque el mar entero hecho remolinos de aire se les vino
encima, y entonces a soltarse de las raíces, a quebrarse de los
troncos, a caer más pronto, a hacer resistencia, a que el viento
pasara más rápido para barrer con todo lo que barría, casas,
animales, trenes, como barrer basura.
Los presidentes de la Compañía, los
vicepresidentes, los gerentes de zona, los superintendentes, los...
todos ellos, todos los representantes de la famosa gente de allá,
esa gente que no tiene cara ni cuerpo pero sí una voluntad
implacable... Todos ellos se revolvían como ratas rubias, vestidos
de blanco, con anteojos de infelices miopes en sus casas tambaleantes
y próximas a ser arrancadas y barridas. Todos ellos trataban de
buscarle la cara a ese otro alguien que se les oponía a sus
designios, que se les enfrentaba con superiores elementos, que los
anulaba a pesar de sus sistemas de previsión para contrarrestar
posibles causas de pérdidas.
El viento seco, caliente, casi fuego de
agua, no sólo derribaba cuanto le salía al paso, sino lo secaba, lo
dejaba como estopa, vaciaba la substancia de los tumbados bananales,
igual que si muchos días hubieran estado allí tirados al sol.
Sugusán, sugusán, sugusán...
El Chamá volvió al camposanto con la
cabeza de Hermenegildo Puac y la enterró. Las cruces habían saltado
en pedazos al pasar el huracán sobre las tumbas. Del pueblo que
alimentaba al camposanto con sus muertos apenas quedaba el bulto,
pero con muchos destrozos, el bultón solemne, triste, el montón de
casas arrumbadas y sin techo algunas, otras sin las paredes del
frente, como si las hubieran despanzurrado, dejándoles las vísceras
de los muebles a la intemperie, sobre las vacías callejuelas en que
se miraban estanterías de almacenes, tiendas y cantinas, cadáveres
de gatos, perros, gallinas y algún niño.
Sugusán, sugusán, sugusán...
El miedo se apoderó de las cosas
inanimadas en medio del viento que soplaba empujado, empujándolo
todo, todo, todo, para donde fuera, con tal que no quedara nada donde
estaba, y lo que resistía era a costa de tremendos destrozos y
sufrimientos de las materias vivas, a tal punto que la naturaleza
misma parecía darse por vencida y hacerle también el juego al
huracán, por salvar los grandes árboles que se enderezaban
elásticos, y con todos sus ramajes convertidos en pedazos de
ventarrón.
—
¡Leland!...
Lester repetía el nombre,
maquinalmente, avanzando hacia su casa en medio del viento.
—
¡Leland!...
—¡Leland!...
Por entre el pellejo, los nervios y los
vasos sanguíneos y los músculos y los huesos del cuello se le
retorcía la gana de soltar su carcajada tétrica, como si anunciara
«¡todo lo indispensable para el costurero!», y hubo de llevarse la
mano crispada para atajarse aquel deseo de reír, de reír, de reír.
—
¡Leland!...
—
¡Leland!...
—¡Leland!...
El huracán casi lo derribaba de sus
pies, que iban flaqueando sobre el terreno de plantas fruncidas bajo
la sopladera del viento, y ya ni agarrándose a los troncos de los
árboles podía avanzar. Se arrastraba, iba de bruces, en cuatro
patas, o jalonando trechos enteros con el cuerpo hecho serpiente,
para que el huracán, que no dejaba en su sitio masa sólida, le
permitiera llegar a su casa.
—
¡Leland!...
—
¡Leland!...
La carcajada de otros tiempos, el
¡ya-já, já, já, já!, se le venía como un vómito de risa y
sangre, y al sentirlo regado entre los dientes se lo tragaba, se lo
regresaba, empapado en agua hecha viento, en mar hecho viento, en luz
hecha viento, en árboles hechos viento, en piedras hechas viento que
soplaba crudamente con olor a fiera oceánica, desorbitado,
ensoberbecido, mezcla de alarido de elementos en brama y queja de
criatura de tierra adentro en aflicción total de muerte. Las plantas
de banano las desaparecía, las barría, las llevaba por alto, para
irlas a arrojar muy lejos, donde menos se esperaba. Mesas, sillas,
camas, todo destrozado y repartido aquí y allá a kilómetros de
distancia, sobre los árboles, bajo los puentes, entre el agua
golpeada y también enfurecida de l ríos, no por aumento de caudal,
sino por el culebrantos e pasar y pasar de la ventolera.
—
¡Leland!...
—
¡Leland!...
Iba a soltar la carcajada cuando vio a
su esposa, ya llegando a la casa en medio de la tormenta, los
cabellos en desorden, las ropas a punto de ser arrancadas, entre el
caballo y el sulky.
—
¡Leland!...
Cayó sobre ella como parte del
vendaval. Tocarla. Tocarla. Ver que estaba. Ver que no se la había
llevado o el viento a estrellarla. A estrellarla, a dejarla botada,
inerte, muerta o desfallecida, como tantos estaban ya en distintos
puntos, indiferentes cadáveres al paso del huracán.
—
¡Leland!...
Ella no le contestaba, muda de terror,
tremante de pensar que era el último día de su vida, pero sin
pensarlo, sintiendo que ya era como una imposición brutal, como algo
inevitable, absolutamente inevitable, presente allí, allí con ella,
allí con todo lo que estaba sucediendo y lo vendría después...
El caballo, apenas salió del corral de
piedras que estaba detrás de la casa y donde ellos tenían
gallinero, cochera, establo, no se detuvo más. Era un bólido el
sulky y Lester Stoner (el peligro martillaba a su oído su verdadero
nombre), como en sus mejores días de estudiante, cuando en la
Universidad guió un carro romano, él vestido de romano en una
fiesta chusca.
Los aplausos de los millares de
espectadores eran aquí millares de hojas en sacudimiento constante,
de ramas de miles de lenguas paladeándose mutuamente la amarga
bravura de ser ramas pegadas y no las que ya iban sueltas, volando
como objetos aéreos. Las ruedas del vehículo empezaban a flaquear.
Por momentos se sentía que ya iban en una rueda, porque la otra ya
se salía. Afortunadamente el trasto no se derrumbaba, y mientras
pudiera avanzar, huir, ganar terreno hacia la población, llegar
siquiera a la casa de Lucero. Ella, toda ella iba agarrada a Lester,
hecha un solo ser con él, la cabeza refundida en su espalda, detrás
de su espalda, para dejarle campo a accionar con las riendas, pero
por la cintura su brazo igual que una cuerda tensa, para asegurarse
mejor. Si caían caerían juntos; si algo les pasaba, juntos; si ies
tocaba morir, juntos. Los oídos llenos de ese mundo en movimiento,
ráfaga tras ráfaga, de esos cientos de miles troncos de bananas
volando como si sus hojas, en un momento dado, se hubieran
transformado en alas de gallinazos verdes para transportarlos, entre
la polvareda que impedía ver más allá de unos cuantos metros. El
camino se deslizaba por una pequeña bajada, donde al chocar el sulky
en una piedra que también rodó hasta el medio de la carretera,
quedaron ellos después de un tremendo fundillazo en tierra, con todo
y los asientos de cuero, él con el cabo de las riendas y ella
apretada entre la espalda de Lester y el suelo, con un horrible
raspón en la cara, de la frente hacia la oreja, que se le
despellejó, aunque ella no sentía dolor sino miedo, miedo no a la
inmediata resolución de todo, que en eso ya estaban: eran bien pocas
las esperanzas de sobrevivir ahora que grandes piedras empezaban a
rodar, a pasar sobre ellos como mundos silentes... El caballo, más
abajo, quedó aplastado por un inmenso árbol que derribó de golpe
uno de los piedrones sueltos que rodaba hacia el abismo. El pobre
animal cayó arrodillado en seco, al mismo tiempo quebrado de las
cuatro patas, hecho una sola mancha de sangre, caballo y quejido.
Lester era conocedor del terreno, pero
en medio de la catástrofe y con la angustia de lo que podía pasar a
Leland, estaba desorientado. Si él hubiera ido solo, ya sabría
adónde dirigirse arrastrándose; pero con ella...
Medio se levantó del suelo, donde
estaban tendidos para no ser arrebatados por el viento, tendidos y
agarrados firmemente de las raíces, y pudo darse cuenta que no
estaba lejos de las cuevas que llamaban del «Gambucino», a media
legua de donde Lucero.
«El fenómeno está localizado en una
gran zona...» Así decía el Instituto Meteorológico. Si lo sabría
el Chamá, si lo sabría la calavera encalada de Hermenegildo Puac,
ya de nuevo en el camposanto, riéndose con todos sus dientes de los
gringos, de su poder, de sus máquinas, de la famosa gente de por
allá, cabezas secretas que los gobernaban y que, a decir verdad, no
era una sola cabeza, ni dos, ni tres, sino las cabezas de todos los
accionistas en la cabezona del Papa Verde. Hermenegildo Puac, con su
calavera blanca, se reía de los doce millones de plantas de banano
que terminaba de derribar el viento fuerte, botándolas de los
terrenos húmedos donde parecían sobrepuestas igual que «pines» de
boliche.
En la pequeña depresión que formaba
allí el terreno, hacia donde se arrastraron, se podía avanzar sin
ser lanzado por tierra, e iban uno tras otro inclinados, muy
inclinados para no exponer la cabeza a la ventolera, más de lado que
de frente, a pequeños pasos tambaleantes, igual que borrachos.
Al llegar a las cuevas del «Gambusino»,
Leland se abandonó sin más señal de vida que un soplido gimiente
entre los labios. Su blancura de cera helada bajo sus cabellos de oro
verdoso, en medio de una atmósfera turbia como agua de sal. Lester
había traído uno de los cojines del sulky, y sobre este desecho de
crin y cuero colocó la cabeza de su esposa, mientras buscaba un
pañuelo para enjugarle un hilo de sangre que le corría por el
cuello tras de la oreja. Las sombras de árboles fantásticos, de
árboles que no existían, pero que existieron allí, empezaban a
gatear y a entrarse en las cuevas igual que animales gigantes. Lester
lo sabía. La Sarajobalda lo contaba a todos. Cuando hay tempestad,
las sombras de los árboles que derribaron hace muchos años en los
cortes de maderas, se meten como fantasmas en las cuevas del
«Gambusino», y al que encuentran dentro le sacan todo lo que tiene
vivo debajo del pellejo y lo dejan convertido en un muñeco de piel
sobre los huesos. Lester abrió los ojos verdes como si viera venirse
sobre ellos una fiera, estranguló en su garganta la carcajada que le
subía del pecho como un tren de cremallera, y gritó:
—¡Leland!
¡Leland!...
Las sombras de los árboles gigantes,
ébanos, caobas, matilisguates, chicozapotes, guayacanes, que ya no
existían, seguían gateando fantásticamente, penetrando en las
cuevas con movimientos de animales, de olas de mar gruesa.
—¡Leland,
vámonos de aquí, las sombras se están entrando —y señalaba con
su dedo rígido—, mira cómo gatean, mira cómo avanzan, mira cómo
se extienden, mira cómo nos arrinconan, mira que nos cogen y si nos
vuelven nos vacían por dentro y mañana sólo recogerán aquí de
nosotros dos muñecos de pellejos y hueso!
Escaparon de la cueva tan
violentamente, que Leland se rasgó el traje, quedando con media
pierna de fuera; y a seguir huyendo hacia donde Lucero, entre los
palos en cuyas copas el lejano resplandor del día temblaba a la par
de la tierra; a seguir huyendo con la mirada ya perdida en lo
irremediable, bajo las inmensas piedras que el viento huracanado
desplazaba igual que basuras.
Consiguieron llegar, sin respiración,
sin pies, como autómatas, a un espacio fortificado por el bosque
cercano a la casa de Lucero, y allí se detuvieron. El polvo caliente
que se alzaba de la tierra no dejaba ver bien. Pero lo que les pasaba
cerca, ultrajándolos, casi golpeándolos, sí era apreciable en
especie de relámpagos de conciencia. Un camión que parecía el
techo de una casa se volcaba con un poste que aún mostraba los
alambres, poste o mano que iba diciendo: «Vean que no solté las
lineas telegráficas», seguidos de reses, decenas de reses que eran
cueros duros de tanto golpe, rígidas las patas, las colas a rastras
y un gran pedazo de casa con el nombre de la escuela de varones y
pupitres y pizarras que daban la idea de que ellos también habían
salido a recreo, todo disperso entre millares de troncos de bananales
que no parecían arrancados de la tierra sino llovidos del cielo,
sueltos...
—Leland,
no sigamos, aquí debemos esperar que acabe todo, porque todo está
terminado. Yo lo sabía...
El viento silbaba entre los árboles en
que ellos estaban apoyados, envueltos en el torrente de la
destrucción. Una sombrilla de jardín con un pedazo de escaño bajó
dando tumbos igual que un pajarraco resquebrajado, y restos de sillas
de colores pasaban en las ráfagas, así como de cocina y restos de
dormitorios, inmovilizadose cuando se estrellaban en el suelo, aunque
sólo fuera un momento, porque luego los levantaba el viento fuerte,
para irlos a botar donde las cosas ya no sirven para nada. Era la
sombrilla de la casa de Tury Duzin. Y algún bulto humano pasó, pasó
como un judas haciendo gestos de animal cogido en la trampa. No
conocieron quien era. Demasiado cerca se oyó un
alarido de mujer. Luego, nada. Todo volvió a quedar en el silencio
rumoroso en que bailoteaba el huracán. Gallinas con todo y
gallineros; palomares con muchos ojos ciegos de pavor; y armarios
soltando trapos como intestinos, y espejos en los que se destrozaban
los rostros de la catástrofe; petates igual que pedazos de papel
girando a merced del viento...
No veían ya más. Lester repetía,
cortando su respiración de fatiga congojosa:
—Leland,
no sigamos, aquí debemos esperar que acabe todo, porque todo está
terminado. Yo lo sabía...
Caballos y caballos y caballos cruzaban
al galope levantando nubes de polvo que se mezclaba indeciso a la luz
de agua de sal que enturbiaba la atmósfera. Por la polvareda y sus
formas de fluyentes bestias libres se sabía que cruzaban, porque el
huracán silbaba para borrar hasta el eco del galope, mientras una
fuerte marea de petróleo permitía suponer que estaban saltando las
bodegas en que había gasolina almacenada.
Leland, a quien su blancura daba una
insensibilidad de leche, sólo movilizaba sus facciones cuando hacía
esfuerzos para tragar saliva seca, pastosa, o cuando se le amontonaba
el dolor, el dolor, el dolor indefinido e indefinible. Nada podía.
Quién hubiera creído todo aquello. Cubierta de tierra de la cabeza
a los pies trataba de hacer sentir a su marido que estaban juntos,
que era su compañera definitiva en el huracán, pero lo hacía sin
razonar, sin hablar, apretándose a él cuando éste repetía:
—Leland,
no sigamos, aquí debemos esperar a que acabe todo, porque todo está
terminado. Yo lo sabía; sabía que una gran oscuridad nos esperaba,
una gran oscuridad, un tiempo sin tiempo, un huracán de piel de sapo
marino, terriblemente vengativo... Así... terriblemente vengativo...
nudo de las más elementales fuerzas, porque al cabo esto, todo esto
es viento, sólo viento, viento que está pasando, viento que está
ululando, viento que no deja de pasar...
Su espalda, los árboles, la noche sin
una estrella, sin luz, y caída como un bloque de tinieblas. Leland,
yo lo sabía, sabía que una gran oscuridad nos esperaba...
Ya no se miraban. Ya no se miraban.
Todo oídos. Eso eran. Sólo oídos. Y ni eso, ni oídos. ¿Para
qué?... Para oír avanzar el mar sobre ellos, porque ahora que
estaban a oscuras, totalmente a oscuras, sentíanse en una inmensa
laguna que se retorcía por hablar sin pronunciar más que el mismo
sonido tremante, en una inmensa lengua de mar tórrido hecho viento
que por donde pasaba con su fuer_za suelta quemaba, latigueaba,
barría, secaba, arrebataba, arrastraba, cernía...
—Leland,
no sigamos, aquí debemos esperar a que acabe todo, porque todo está
terminado. Yo lo sabía..., sabía que una gran oscuridad nos
esperaba.
Todo se fundía en una sola profundidad
a sus pies, agujero de fatiga en que ella sintió deslizarse, al no
poder estar más en pie, su espalda apoyada al árbol que era como
todo su cuerpo paralizado por el terror; se caía de su cuerpo, ella,
de su cuerpo; su cuerpo aún soportaba estar así pendiente de la
inmensidad de un árbol, mientras ella caía abatida, igual que
cualquiera de los pobres animales que iban quebrándose por huir,
maniatados por la muerte, que les esperaba allí mismo, allí ya...
Sí, ella se resbaló de su cuerpo y cayó hecha fatiga, sólo
fatiga, nada más que fatiga; pero al llegar a sus pies, se trajo
abajo el resto, la materia, y ya fue ella cuerpo y ella fatiga una
sola cosa inmóvil, resueltamente abandonada para lo que Dios
quisiera...
—¡Leland!... iLeland!... ¡Leland!...
Mead la llamaba y la sacudía sin
piedad, igual que si a él también se le hubiera metido el huracán
en el cuerpo. Sus manos calientes la estrujaban, quería tocarle el
corazón bajo el seno abultado, y era doloroso sentir que no la
acariciaba como antes, sino la estrujaba para buscar debajo del pecho
lo que no conseguía sentir, porque no dejaba quieta su mano... hasta
que por fin, sí, ya, ya, ya, ya...
—¡Leland!... se acercó a besarla,
le golpeó los dientes con sus dientes y repitió en voz baja, casi
en secreto— ...yo sabía, sabía que una gran oscuridad nos
esperaba...
Velaría a su lado. Con ramas le
arregló una almohada y cuidadosamente la tomó de la cintura para
tenderla mejor, porque había caído toda tronchada, igual que la
mejor rama de un árbol.
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