domingo, 17 de julio de 2016

Miguel Angel Asturias / Viento Fuerte

En 1949 Miguel Angel Asturias visitó Tiquisate, centro de operaciones de la UFCO en el pacífico guatemalteco. En septiembre un huracán azotó la zona. En 1950 publicó "Viento Fuerte".

Un sol desnudo, tan terrible que de entre las piedras asomaban las arañas, no una sino cientos, no cientos sino miles, en borbotón interminable, saliendo de la tierra para no quemarse adentro. Todo en horno diurno y nocturno y ni una gota de agua. Los habitantes se detenían a ver el cielo, seca la piel, seco el aliento, sudorosos, ahogados. La tiniebla azul de cielo. Los animales agotados por el calor y la sed, se doblaban como hechos estropajo. Los árboles en la inmensa hoguera, en forma de llamas sin arder, y los bananales chupando toda la humedad del terreno para su sed. El Chamá sacó las ollas de cal ya preparada y se encaminó al camposanto. Solo él en toda la extensión plana y visible hasta donde se curvaba el horizonte. Paso a paso solo él con las ollas de cal. En el camposanto rechinaba la tierra. Había que aprovechar el mediodía del nueve de marzo. Se le vio entrar al camposanto. Solo él. Tan solo que los muertos medio enterrados pudieron haberlo cogido con sus manos de fuego frío, porque la tierra estaba igual que un horno y hasta los muertos tenían temperatura de vivos. Cementerio de huesos calientes, de moscas verdes y rojizas con zumbido de ventiladores, volando sobre una vegetación color de pelo viejo.

Solo él. Tan solo que pudieron haberle hablado los muertos. Bajo de cuerpo, envuelto en una vestimenta color de corteza de árbol, trapos esponjados por la lluvia, en cuyos hilos se habían fijado nubes de polvo hasta acartonarlos y volverlos rugosos, vegetales. El saco, sin hombreras, cerrado hasta el cuello. De lado y lado de la cara mostraba en las mejillas, a manera de barbas, una tiñosidad oscura, carbonosa. Veía esforzándose mucho para abirir los ojos sepultados en arrugas, los párpados sólo arrugas, la frente arrugas, las orejas como arrugas, las manos arrugas con dedos, los pies dedos con arrugas.

—Sugusán, sugusán, sugusán...

Así iba diciendo el Chamá al entrar al camposanto. Las ollas con agua de cal salpicaban el camino, le salpicaban los pies. Gotas y goterones blancos...

Dejó las tumbas de la entrada atrás de su paso tardo. Sugusán, sugusán, sugusán... Detrás dejó las otras tumbas, las que quedaban a la espalda de las tumbas del frente. Sugusán, sugusán, sugusán... Y dejó más atrás las tumbas que estaban detrás de las que acababa de pasar. Sugusán, sugusán, sugusán.

Su mascarilla de arrugas empezó a cambiar su tristeza en alegría. Alzó la cabeza cubierta por un sombrero en forma de hongo, de sombrilla de sapo, para lograr ver algo, ya que sin poder abrir mucho los párpados para ver bien, levantada la cabeza pujando, y escurrióse hacia un pedregal, donde dejó las ollas de agua de cal en el suelo, y se encuclilló largo rato a esperar quién sabe qué.

Alguna señal...

Sugusán, sugusán, sugusán...

Se le cerraban los ojos al Chamá, caídos los párpados, pero no estaba dormido. Un sacudimiento repentino lo hizo levantarse electrizado. De una de las tumbas recién cubierta, fresca la tierra, y la cruz de madera aún nuevecita y bien pintada la inscripción, sacó un muerto. De una tremenda cuchillada le separó la cabeza y la echó en una de las ollas de cal. Luego se fue volviendo por el mismo camino. Solo él, sugusán, sugusán, sugusán, solo él con sus dos ollas de agua de cal, una para despistar, y la otra con la cabeza de Hermenegildo Puac.

Al llegar a su casa, el Chamá Rito Perraj sacó de la olla de agua de cal la cabeza del muerto. Fétida pesada, blanca de cal fría, entre los labios amoratados los dientes firmes y granudos. Y la volvió a echar a la olla. Viajaría al mar al irse esta luna que no trajo agua, dejando en su casa la cabeza de Puac, orientada hacia donde sale en sol en colchón de plumas de gavilán.

No se quitó el sombrero, sino el techo de su rancho que tenía como sombrero de petate, encima de su sombrero de hongo. Anduvo de dos en dos pasos, de tres en tres pasos, de cinco en cinco pasos, de diez en diez pasos hasta el mar. Los horcones del rancho sus costillas, sus brazos, sus canillas... Las piedras del cimiento del rancho sus pies. Y se vino después, se dejó venir desde el mar contra todas las cosas haciéndose pedazos.

El aire se llevó un rancho..., decían las gentes, y todos se escondían, porque estaba soplando fuerte el viento, cada vez más fuerte el viento huracanado, devastador...

El Hermenegildo Puac murió porque, cuando no tuvo con quién pelear, se le paralizó el corazón. ¡Por eso murió! Y no tuvo con quién pelear, porque, cuando iba resuelto a matar al Gerente, alguien le dijo: ¡Matás a este Gerente y ponen otro Gerente, matás a ese otro Gerente, ponen otro Gerente! ...

Se enterró las uñas en las gorduras de sus manos de hombre de trabajo, sin saber qué hacer. Había que escribir a Chicago. La famosa gente de por allá era la que tenía la última palabra. Hermenegildo Puac no sabía dónde quedaba Chicago, pero a pie hubiera llegado, de saber dónde quedaba, para salvarse de la ruina, de la que por fin no se salvó. Y quién es esa gente, preguntaba. Todos, al parecer, sabían quién era, pero sin concretar nada. Chicago. La gente de por allá. Los amos.

El día en que se quedó con su fruta, con sus racimos de banano más grandes que un hombre de regular estatura, sin que se los compraran, lloró y sólo dijo:

Gringos hijos de puta, si ellos tienen eso que no se ve y que nos aplasta, contra lo que no se puede pelear ni matando, también nosotros, ¡ja!, ¡me capo si no hay venganza!...

Y se fue a ver el Chamá Rito Perraj, a que el Chamá opusiera a esa voluntad indeterminada, una fuerza incontrastable que los arruinara, y el Chamá le pidió su vida, y él, Hermenegildo Puac, se la dio, y el Chamá le pidió su cabeza y él, Hermenegildo Puac, le dio todo con tal que hubiera revancha.

Una fuerza que nada deje en pie. Lo pedía Hermenegildo Puac. Un viento que soplara por debajo. Constante, fuerte, más fuerte, cada vez más fuerte y más bajo, desenraizando los bananales de la Tropicaltanera, arrancándolos para siempre. El viento que clava los dientes en la tierra, sucio, atmosférico, salobre y desentierra todo, hasta los muertos. Lo pedía Hermenegildo Puac con la presencia de su muerte de corazón y la entrega de su cabeza a Rito. Soy Perraj. ¿Se le cambiará la forma a todo? Se le cambiará. Las líneas del ferrocarril se moverán como serpientes. Nada quedará en su sitio. La pobre resistencia vegetal a los elementos desenfrenados dentro de lo natural, será abatida por un solo elemento desencadenado dentro de lo sobrenatural y mágico con la voluntad destructiva del hombre, la fuerza de las bestias marinas y el golpeteo incesante en las raíces, los cimientos, las patas de los animales, los pies de los horrorizados habitantes. Lo pedía Hermenegildo Puac. Y la avalancha huracanada de terremoto aéreo, de maremoto seco, sería, vendría, sobrevendría por el pedido de Hermenegildo Puac a Rito Perraj, el que maneja con sus dedos los alientos fluido y pétreo de Huracán y Cabracán.

Aquella noche. Aquel día siguiente. Aquella segunda noche. Aquel segundo día. Aquella tercera noche. Aquel tercer día. Los vagones que estaban en los rieles empezaron a moverse contra su voluntad, a saltar de las vías férreas, mientras el ganado que bramaba en los corrales salió de ahí en tropel sólo a que locomotoras que escapaban a ciegas lo alcanzaran para descarrilar. Poco a poco se iban despegando las casas de los cimientos, tal la fuerza con que soplaba el viento. Los rehiletes de sacar agua se veían pasar como estrellas sin luz, despedazadas las torres de hierro, arrancados de cuajo los postes del telégrafo y de las plantaciones de banano nada iba quedando en pie, todo por el suelo machacado, convertido en miseria vegetal inmóvil.

El metal blando del huracán en las manos del Chamá Rito Perraj soplaba iracundo como polvo de espadas. El primer impulso de los bananales, de no dejarse arrancar, fue sólo impulso, porque el mar entero hecho remolinos de aire se les vino encima, y entonces a soltarse de las raíces, a quebrarse de los troncos, a caer más pronto, a hacer resistencia, a que el viento pasara más rápido para barrer con todo lo que barría, casas, animales, trenes, como barrer basura.

Los presidentes de la Compañía, los vicepresidentes, los gerentes de zona, los superintendentes, los... todos ellos, todos los representantes de la famosa gente de allá, esa gente que no tiene cara ni cuerpo pero sí una voluntad implacable... Todos ellos se revolvían como ratas rubias, vestidos de blanco, con anteojos de infelices miopes en sus casas tambaleantes y próximas a ser arrancadas y barridas. Todos ellos trataban de buscarle la cara a ese otro alguien que se les oponía a sus designios, que se les enfrentaba con superiores elementos, que los anulaba a pesar de sus sistemas de previsión para contrarrestar posibles causas de pérdidas.

El viento seco, caliente, casi fuego de agua, no sólo derribaba cuanto le salía al paso, sino lo secaba, lo dejaba como estopa, vaciaba la substancia de los tumbados bananales, igual que si muchos días hubieran estado allí tirados al sol.

Sugusán, sugusán, sugusán...

El Chamá volvió al camposanto con la cabeza de Hermenegildo Puac y la enterró. Las cruces habían saltado en pedazos al pasar el huracán sobre las tumbas. Del pueblo que alimentaba al camposanto con sus muertos apenas quedaba el bulto, pero con muchos destrozos, el bultón solemne, triste, el montón de casas arrumbadas y sin techo algunas, otras sin las paredes del frente, como si las hubieran despanzurrado, dejándoles las vísceras de los muebles a la intemperie, sobre las vacías callejuelas en que se miraban estanterías de almacenes, tiendas y cantinas, cadáveres de gatos, perros, gallinas y algún niño.

Sugusán, sugusán, sugusán...

El miedo se apoderó de las cosas inanimadas en medio del viento que soplaba empujado, empujándolo todo, todo, todo, para donde fuera, con tal que no quedara nada donde estaba, y lo que resistía era a costa de tremendos destrozos y sufrimientos de las materias vivas, a tal punto que la naturaleza misma parecía darse por vencida y hacerle también el juego al huracán, por salvar los grandes árboles que se enderezaban elásticos, y con todos sus ramajes convertidos en pedazos de ventarrón.
¡Leland!...

Lester repetía el nombre, maquinalmente, avanzando hacia su casa en medio del viento.
¡Leland!...
¡Leland!...

Por entre el pellejo, los nervios y los vasos sanguíneos y los músculos y los huesos del cuello se le retorcía la gana de soltar su carcajada tétrica, como si anunciara «¡todo lo indispensable para el costurero!», y hubo de llevarse la mano crispada para atajarse aquel deseo de reír, de reír, de reír.
¡Leland!...
¡Leland!...
¡Leland!...

El huracán casi lo derribaba de sus pies, que iban flaqueando sobre el terreno de plantas fruncidas bajo la sopladera del viento, y ya ni agarrándose a los troncos de los árboles podía avanzar. Se arrastraba, iba de bruces, en cuatro patas, o jalonando trechos enteros con el cuerpo hecho serpiente, para que el huracán, que no dejaba en su sitio masa sólida, le permitiera llegar a su casa.
¡Leland!...
¡Leland!...

La carcajada de otros tiempos, el ¡ya-já, já, já, já!, se le venía como un vómito de risa y sangre, y al sentirlo regado entre los dientes se lo tragaba, se lo regresaba, empapado en agua hecha viento, en mar hecho viento, en luz hecha viento, en árboles hechos viento, en piedras hechas viento que soplaba crudamente con olor a fiera oceánica, desorbitado, ensoberbecido, mezcla de alarido de elementos en brama y queja de criatura de tierra adentro en aflicción total de muerte. Las plantas de banano las desaparecía, las barría, las llevaba por alto, para irlas a arrojar muy lejos, donde menos se esperaba. Mesas, sillas, camas, todo destrozado y repartido aquí y allá a kilómetros de distancia, sobre los árboles, bajo los puentes, entre el agua golpeada y también enfurecida de l ríos, no por aumento de caudal, sino por el culebrantos e pasar y pasar de la ventolera.
¡Leland!...
¡Leland!...

Iba a soltar la carcajada cuando vio a su esposa, ya llegando a la casa en medio de la tormenta, los cabellos en desorden, las ropas a punto de ser arrancadas, entre el caballo y el sulky.
¡Leland!...

Cayó sobre ella como parte del vendaval. Tocarla. Tocarla. Ver que estaba. Ver que no se la había llevado o el viento a estrellarla. A estrellarla, a dejarla botada, inerte, muerta o desfallecida, como tantos estaban ya en distintos puntos, indiferentes cadáveres al paso del huracán.
¡Leland!...

Ella no le contestaba, muda de terror, tremante de pensar que era el último día de su vida, pero sin pensarlo, sintiendo que ya era como una imposición brutal, como algo inevitable, absolutamente inevitable, presente allí, allí con ella, allí con todo lo que estaba sucediendo y lo vendría después...

El caballo, apenas salió del corral de piedras que estaba detrás de la casa y donde ellos tenían gallinero, cochera, establo, no se detuvo más. Era un bólido el sulky y Lester Stoner (el peligro martillaba a su oído su verdadero nombre), como en sus mejores días de estudiante, cuando en la Universidad guió un carro romano, él vestido de romano en una fiesta chusca.

Los aplausos de los millares de espectadores eran aquí millares de hojas en sacudimiento constante, de ramas de miles de lenguas paladeándose mutuamente la amarga bravura de ser ramas pegadas y no las que ya iban sueltas, volando como objetos aéreos. Las ruedas del vehículo empezaban a flaquear. Por momentos se sentía que ya iban en una rueda, porque la otra ya se salía. Afortunadamente el trasto no se derrumbaba, y mientras pudiera avanzar, huir, ganar terreno hacia la población, llegar siquiera a la casa de Lucero. Ella, toda ella iba agarrada a Lester, hecha un solo ser con él, la cabeza refundida en su espalda, detrás de su espalda, para dejarle campo a accionar con las riendas, pero por la cintura su brazo igual que una cuerda tensa, para asegurarse mejor. Si caían caerían juntos; si algo les pasaba, juntos; si ies tocaba morir, juntos. Los oídos llenos de ese mundo en movimiento, ráfaga tras ráfaga, de esos cientos de miles troncos de bananas volando como si sus hojas, en un momento dado, se hubieran transformado en alas de gallinazos verdes para transportarlos, entre la polvareda que impedía ver más allá de unos cuantos metros. El camino se deslizaba por una pequeña bajada, donde al chocar el sulky en una piedra que también rodó hasta el medio de la carretera, quedaron ellos después de un tremendo fundillazo en tierra, con todo y los asientos de cuero, él con el cabo de las riendas y ella apretada entre la espalda de Lester y el suelo, con un horrible raspón en la cara, de la frente hacia la oreja, que se le despellejó, aunque ella no sentía dolor sino miedo, miedo no a la inmediata resolución de todo, que en eso ya estaban: eran bien pocas las esperanzas de sobrevivir ahora que grandes piedras empezaban a rodar, a pasar sobre ellos como mundos silentes... El caballo, más abajo, quedó aplastado por un inmenso árbol que derribó de golpe uno de los piedrones sueltos que rodaba hacia el abismo. El pobre animal cayó arrodillado en seco, al mismo tiempo quebrado de las cuatro patas, hecho una sola mancha de sangre, caballo y quejido.

Lester era conocedor del terreno, pero en medio de la catástrofe y con la angustia de lo que podía pasar a Leland, estaba desorientado. Si él hubiera ido solo, ya sabría adónde dirigirse arrastrándose; pero con ella...

Medio se levantó del suelo, donde estaban tendidos para no ser arrebatados por el viento, tendidos y agarrados firmemente de las raíces, y pudo darse cuenta que no estaba lejos de las cuevas que llamaban del «Gambucino», a media legua de donde Lucero.

«El fenómeno está localizado en una gran zona...» Así decía el Instituto Meteorológico. Si lo sabría el Chamá, si lo sabría la calavera encalada de Hermenegildo Puac, ya de nuevo en el camposanto, riéndose con todos sus dientes de los gringos, de su poder, de sus máquinas, de la famosa gente de por allá, cabezas secretas que los gobernaban y que, a decir verdad, no era una sola cabeza, ni dos, ni tres, sino las cabezas de todos los accionistas en la cabezona del Papa Verde. Hermenegildo Puac, con su calavera blanca, se reía de los doce millones de plantas de banano que terminaba de derribar el viento fuerte, botándolas de los terrenos húmedos donde parecían sobrepuestas igual que «pines» de boliche.

En la pequeña depresión que formaba allí el terreno, hacia donde se arrastraron, se podía avanzar sin ser lanzado por tierra, e iban uno tras otro inclinados, muy inclinados para no exponer la cabeza a la ventolera, más de lado que de frente, a pequeños pasos tambaleantes, igual que borrachos.

Al llegar a las cuevas del «Gambusino», Leland se abandonó sin más señal de vida que un soplido gimiente entre los labios. Su blancura de cera helada bajo sus cabellos de oro verdoso, en medio de una atmósfera turbia como agua de sal. Lester había traído uno de los cojines del sulky, y sobre este desecho de crin y cuero colocó la cabeza de su esposa, mientras buscaba un pañuelo para enjugarle un hilo de sangre que le corría por el cuello tras de la oreja. Las sombras de árboles fantásticos, de árboles que no existían, pero que existieron allí, empezaban a gatear y a entrarse en las cuevas igual que animales gigantes. Lester lo sabía. La Sarajobalda lo contaba a todos. Cuando hay tempestad, las sombras de los árboles que derribaron hace muchos años en los cortes de maderas, se meten como fantasmas en las cuevas del «Gambusino», y al que encuentran dentro le sacan todo lo que tiene vivo debajo del pellejo y lo dejan convertido en un muñeco de piel sobre los huesos. Lester abrió los ojos verdes como si viera venirse sobre ellos una fiera, estranguló en su garganta la carcajada que le subía del pecho como un tren de cremallera, y gritó:
¡Leland! ¡Leland!...

Las sombras de los árboles gigantes, ébanos, caobas, matilisguates, chicozapotes, guayacanes, que ya no existían, seguían gateando fantásticamente, penetrando en las cuevas con movimientos de animales, de olas de mar gruesa.

—¡Leland, vámonos de aquí, las sombras se están entrando —y señalaba con su dedo rígido—, mira cómo gatean, mira cómo avanzan, mira cómo se extienden, mira cómo nos arrinconan, mira que nos cogen y si nos vuelven nos vacían por dentro y mañana sólo recogerán aquí de nosotros dos muñecos de pellejos y hueso!

Escaparon de la cueva tan violentamente, que Leland se rasgó el traje, quedando con media pierna de fuera; y a seguir huyendo hacia donde Lucero, entre los palos en cuyas copas el lejano resplandor del día temblaba a la par de la tierra; a seguir huyendo con la mirada ya perdida en lo irremediable, bajo las inmensas piedras que el viento huracanado desplazaba igual que basuras.

Consiguieron llegar, sin respiración, sin pies, como autómatas, a un espacio fortificado por el bosque cercano a la casa de Lucero, y allí se detuvieron. El polvo caliente que se alzaba de la tierra no dejaba ver bien. Pero lo que les pasaba cerca, ultrajándolos, casi golpeándolos, sí era apreciable en especie de relámpagos de conciencia. Un camión que parecía el techo de una casa se volcaba con un poste que aún mostraba los alambres, poste o mano que iba diciendo: «Vean que no solté las lineas telegráficas», seguidos de reses, decenas de reses que eran cueros duros de tanto golpe, rígidas las patas, las colas a rastras y un gran pedazo de casa con el nombre de la escuela de varones y pupitres y pizarras que daban la idea de que ellos también habían salido a recreo, todo disperso entre millares de troncos de bananales que no parecían arrancados de la tierra sino llovidos del cielo, sueltos...

Leland, no sigamos, aquí debemos esperar que acabe todo, porque todo está terminado. Yo lo sabía...

El viento silbaba entre los árboles en que ellos estaban apoyados, envueltos en el torrente de la destrucción. Una sombrilla de jardín con un pedazo de escaño bajó dando tumbos igual que un pajarraco resquebrajado, y restos de sillas de colores pasaban en las ráfagas, así como de cocina y restos de dormitorios, inmovilizadose cuando se estrellaban en el suelo, aunque sólo fuera un momento, porque luego los levantaba el viento fuerte, para irlos a botar donde las cosas ya no sirven para nada. Era la sombrilla de la casa de Tury Duzin. Y algún bulto humano pasó, pasó como un judas haciendo gestos de animal cogido en la trampa. No conocieron quien era. Demasiado cerca se oyó un alarido de mujer. Luego, nada. Todo volvió a quedar en el silencio rumoroso en que bailoteaba el huracán. Gallinas con todo y gallineros; palomares con muchos ojos ciegos de pavor; y armarios soltando trapos como intestinos, y espejos en los que se destrozaban los rostros de la catástrofe; petates igual que pedazos de papel girando a merced del viento...

No veían ya más. Lester repetía, cortando su respiración de fatiga congojosa:

Leland, no sigamos, aquí debemos esperar que acabe todo, porque todo está terminado. Yo lo sabía...

Caballos y caballos y caballos cruzaban al galope levantando nubes de polvo que se mezclaba indeciso a la luz de agua de sal que enturbiaba la atmósfera. Por la polvareda y sus formas de fluyentes bestias libres se sabía que cruzaban, porque el huracán silbaba para borrar hasta el eco del galope, mientras una fuerte marea de petróleo permitía suponer que estaban saltando las bodegas en que había gasolina almacenada.

Leland, a quien su blancura daba una insensibilidad de leche, sólo movilizaba sus facciones cuando hacía esfuerzos para tragar saliva seca, pastosa, o cuando se le amontonaba el dolor, el dolor, el dolor indefinido e indefinible. Nada podía. Quién hubiera creído todo aquello. Cubierta de tierra de la cabeza a los pies trataba de hacer sentir a su marido que estaban juntos, que era su compañera definitiva en el huracán, pero lo hacía sin razonar, sin hablar, apretándose a él cuando éste repetía:

Leland, no sigamos, aquí debemos esperar a que acabe todo, porque todo está terminado. Yo lo sabía; sabía que una gran oscuridad nos esperaba, una gran oscuridad, un tiempo sin tiempo, un huracán de piel de sapo marino, terriblemente vengativo... Así... terriblemente vengativo... nudo de las más elementales fuerzas, porque al cabo esto, todo esto es viento, sólo viento, viento que está pasando, viento que está ululando, viento que no deja de pasar...

Su espalda, los árboles, la noche sin una estrella, sin luz, y caída como un bloque de tinieblas. Leland, yo lo sabía, sabía que una gran oscuridad nos esperaba...

Ya no se miraban. Ya no se miraban. Todo oídos. Eso eran. Sólo oídos. Y ni eso, ni oídos. ¿Para qué?... Para oír avanzar el mar sobre ellos, porque ahora que estaban a oscuras, totalmente a oscuras, sentíanse en una inmensa laguna que se retorcía por hablar sin pronunciar más que el mismo sonido tremante, en una inmensa lengua de mar tórrido hecho viento que por donde pasaba con su fuer_za suelta quemaba, latigueaba, barría, secaba, arrebataba, arrastraba, cernía...

Leland, no sigamos, aquí debemos esperar a que acabe todo, porque todo está terminado. Yo lo sabía..., sabía que una gran oscuridad nos esperaba.

Todo se fundía en una sola profundidad a sus pies, agujero de fatiga en que ella sintió deslizarse, al no poder estar más en pie, su espalda apoyada al árbol que era como todo su cuerpo paralizado por el terror; se caía de su cuerpo, ella, de su cuerpo; su cuerpo aún soportaba estar así pendiente de la inmensidad de un árbol, mientras ella caía abatida, igual que cualquiera de los pobres animales que iban quebrándose por huir, maniatados por la muerte, que les esperaba allí mismo, allí ya... Sí, ella se resbaló de su cuerpo y cayó hecha fatiga, sólo fatiga, nada más que fatiga; pero al llegar a sus pies, se trajo abajo el resto, la materia, y ya fue ella cuerpo y ella fatiga una sola cosa inmóvil, resueltamente abandonada para lo que Dios quisiera...

—¡Leland!... iLeland!... ¡Leland!...

Mead la llamaba y la sacudía sin piedad, igual que si a él también se le hubiera metido el huracán en el cuerpo. Sus manos calientes la estrujaban, quería tocarle el corazón bajo el seno abultado, y era doloroso sentir que no la acariciaba como antes, sino la estrujaba para buscar debajo del pecho lo que no conseguía sentir, porque no dejaba quieta su mano... hasta que por fin, sí, ya, ya, ya, ya...

—¡Leland!... se acercó a besarla, le golpeó los dientes con sus dientes y repitió en voz baja, casi en secreto— ...yo sabía, sabía que una gran oscuridad nos esperaba...

Velaría a su lado. Con ramas le arregló una almohada y cuidadosamente la tomó de la cintura para tenderla mejor, porque había caído toda tronchada, igual que la mejor rama de un árbol.

—Leland... —con los ojos cerrados agarrado a ella—... Leland..., tal vez mañana... —manoteó para apartarse una rama negra que no movía el huracán, una rama de hojas de luto que le había caído encima de la frente... Ya la mano no estaba... su mano... Se había ido, se había ido con la rama... al manotear... al irse él quedando donde estaba ya sin su mano... sin ninguna de las dos manos: manco y despegado de los pies que le quedaban allá lejos como un par de zapatos cansados.

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