EL IMPARCIAL, 5 de marzo de 1957 (recopilado por José Samuel Mérida)
El cielo debe parecerse a las lagunas de Semouc. Cuando uno está sumergido en ellas, sólo quisiera no salir nunca de allí.
No es sólo el panorama alto, radioso, multicolor y sedante, es la caricia del agua, es su tibieza refrescante, es su densidad, es la dulzura de estar sumergido, de nadar, de juguetear, de abandonarse a aquella agua.
Agua que es de una transparencia de cristal líquido como son las aguas de las grutas los manantiales de montaña; pero esta de Semouc es de color vario. Por una media laguna es de azul inteno: el resto de verde claro; en otra tiene islotes rojizos, pardos o naranjados; la de más allá es de un verde diluido de agua marina o de esmeralda y este verde se acentúa en tramos amplios por el vaivén oscurecido y refulgente de una alga marina que juguetea voluptuosa en el fondo; y más allá refleja el blanco de una nube o el azul del cielo o el verde obscuro de los árboles de la orilla o de los desfiladeros cercanos.
Toda esta inerranable policromía acuática, se condiciona en amplísimas lagunetas anfóricas —como sería en miniatura la estructura de Los Chorros de Pinula— que sacan el pecho por encima del agua de abajo para ofrecer más arriba una copa más amplia, más abierta y más profunda. Profundidad que varía desde pulgadas hasta metros.
Cada laguneta está limitada por la orilla de roca y algunos bajos arbustos propios de la región; musgos, juncos, gramíneas, tules, etcétera.
Y resbala el agua en cascaditas sutiles —en hilos de perlas— de taza en taza en un graderío de kilómetro de longitud y de anchura variable.
Se dice que hay siete, pero hay más lagunetas y uno —en el escaso tiempo que puede estar porque el tiempo apremia— no las recorre todas.
En tres horas de andar absorbiendo tanta belleza no se llega a conocer todo. Muchas lagunas quedan sin explorar; la otra orilla nos es desconocida; no hubimos tiempo para ver “venir” el río Semouc porque de hecho estaba ya entre nuestros pies cuando llegamos por la margen occidental del cuadrilátero de maravilla.
Las lagunas de Semouc se dejan escrutar por la mirada hasta lo más recóndito de modo que el fondo sube y vive, al mismo tiempo que la superficie refleja sus bordes, las orillas de barranco, la superficie de los murallones que hacia arriba limitan el espacio y el cielo con sus accidentes... Todo esto —transparencia y reflejo— se mezclan suavemente dando un espectáculo de espejo, de cristal y de gema líquida incomparable.
Concentrándose sólo a los aspectos de las lagunas, no bastaría una mañana o una tarde para darse cuenta de ellos, que han de variar con el firmamento.
Y puede uno estarse dentro del agua por horas sin la más leve amenaza de frío (por más que a nosotros nos tocó un día francamente invernal) y seguramente en un día soleado la frescura del agua se más acariciante.
Así son las lagunas de Semouc. ¿Siete? ¿Veinte? No podríamos decir cuántas; pero sí bastantes para dejar satisfecho al más travieso y exigente de los nadadores.
Arriba de su entrada al túnel el Cahabón es —de puro furioso— innavegable e imposible de nadarse; pero más abajo —cuando ya se ha reunido con el Semouc, tiene una evergadura de río amplísimo; quizá ciento cincuenta metros. Todo él azul transparente también. Su agua sí e mucho más fría; pero tolerante para un nadador rápido. Se desenvuelve luego el Cahabón hacia el norte en amplias curvas sembradas de rocas emergentes de los más variados aspectos. Se mete entre el bosque y sugiere de inmediato la idea de navegarlo en cualquier cosa movible...
Pero los sueños se quedan allí porque hay que regresar y Lanquín está lejísimos; no tanto por el número de kilómetros cuanto por lo abrupto del camino y la lluvia que siempre amenaza.
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